Frescura femenina
En la esencia del toreo interviene el escurridizo tiempo. Ese tic funesto propio de los que se aman, de querer prolongar la intensidad del momento amoroso. Es ese mismo tic funesto propio de los grandes lances; una verónica, una media, a la que se quisiera dar una duración intensa. Prolongar lo que se desmorona. Ni triste ni alegre, así es. Los amantes se enmudecen en pareja. Los grandes artífices del toreo enmudecen a los aficionados con dos o tres pases naturales, rematados con el pase de pecho a pitón contrario. La música callada del toreo, la llamó el poeta José Benjamín, inspirado en el torero gitano Rafael de Paula que, de improviso, dueño repentino de su "duende", desarrollaba en el ruedo, con la plaza muda de asombro y tensa de entendimiento, su lección insuperable de arte. Como esa tarde del otoño de 1987 en la plaza de Las Ventas, en Madrid. Toreo irrepetible en que la pasión sustituyó a la costumbre. Es la costumbre la vulgaridad de las faenas de hoy en día, calca una de otra en un espacio donde el reflejo del doble, en espejo, no regresa más que una calca afligida al torero. ¿Qué hacer? Lo que se hace: nada. Esperar... a esa tarde inesperada, ese momento único fugaz, en que explota el deslumbramiento como leyenda. Mientras, sólo aburrirse, deprimirse, en medio de la rutina que nos ahoga, castra. En la temporada de novilladas sólo la niña Hilda Tenorio nos ha sacado del sopor con la frescura de su feminidad.