Editorial
Irak: la caja de Pandora
La enésima postergación de un borrador constitucional aceptable y susceptible de ser presentado a los iraquíes en un referéndum en octubre próximo evidencia el callejón sin salida al que ha sido llevado su país por la agresión militar y la ocupación perpetradas por el gobierno de George W. Bush.
En el Congreso que sesiona en Bagdad en medio de combates cada vez más intensos entre la resistencia y los ocupantes y sus aliados locales, chiítas y kurdos, actualmente dominantes en la conformación del poder instaurado por las tropas estadunidenses, tratan de persuadir a los pocos representantes sunitas de que acepten la implantación de sendas regiones autónomas en el norte (kurdas) y en el sur (chiítas), dueñas de los recursos petroleros del país y susceptibles de formar estados independientes. En ese escenario el llamado "triángulo sunita" quedaría como un pequeño país paupérrimo de nula viabilidad nacional. Ciertamente, kurdos y chiítas cuentan con los votos suficientes para imponer esa nueva configuración política a Irak, pero no se atreven a hacerlo porque ello daría combustible adicional a las insurgencias sunitas. De cualquier forma, éstas ni siquiera cuentan con representación en un parlamento y un gobierno que tampoco son particularmente representativos de la fragmentada, desgarrada y polarizada sociedad iraquí y que carecen, en consecuencia, de facultades políticas reales para lograr acuerdos nacionales que permitan al sufrido país árabe lograr márgenes mínimos de estabilidad y paz, y no se diga de democracia.
Por lo demás, el documento constitucional que se pretende sacar adelante parece reflejar más los designios de los círculos de poder de las potencias ocupantes sembrar la división de Irak en tres estados distintos que una elaboración propia de los iraquíes. Porque, al contrario de lo que sostienen ciertos think tanks, como el estadunidense Leslie Geb, ex funcionario de los departamentos de Estado y de Defensa, y el israelí Shlomo Avinieri, de la Universidad Hebrea de Jerusalén, la partición de la nación ocupada no evitaría, sino que precipitaría, una guerra civil, y crearía el caldo de cultivo para que los ahora dominantes chiítas y kurdos realizaran operaciones de limpieza étnica contra los sunitas y emprendieran una represión tan salvaje como la que perpetró en su momento Saddam Hussein contra chiítas y kurdos. Más aún, la desintegración del país construido en torno al territorio mesopotámico representaría un factor adicional de inestabilidad y conflicto en una región de por sí convulsionada por la persistencia de monarquías petroleras corruptas y millonarias, los integrismos de diverso signo, la inveterada ocupación de los territorios palestinos y una injerencia occidental cada vez más criminal y cada vez más repudiada por los árabes.
De todos modos, Irak está sumido desde hace tiempo en algo peor, si cabe, que una guerra civil: una violencia descontrolada en la que, si bien la confrontación entre los ocupantes y la resistencia nacional es el componente principal y más visible, coexisten diversas guerras: la que ha enfrentado a organizaciones chiítas de distinto signo, las que pelean las diversas facciones gubernamentales, cada una con sus propios cuerpos armados, y la violencia simple de grupos de individuos que aprovechan el abismal vacío de poder para perpetrar toda suerte de fechorías.
En este contexto, hace ya tiempo desde que se evidenció la imposibilidad de los ocupantes de controlar el territorio iraquí más allá de enclaves y cuarteles que el gobierno de Bush perdió su guerra colonial y de rapiña en Irak, pero ello no implica que pueda hablarse de vencedores sino, en todo caso, de favorecidos por la invasión. Los más destacados son, hasta ahora, los fundamentalistas sunitas vinculados a Al Qaeda, quienes hoy, a diferencia de lo que ocurría en tiempos del derrocado Saddam, tienen en tierras iraquíes una excelente base de operaciones y un fértil campo de reclutamiento; pero no debe olvidarse a los integristas chiítas, que desean construir en el sur del país invadido, y casi sin ocultar su propósito, una teocracia islámica inspirada en el Irán de los ayatolas.
En marzo del año antepasado los gobiernos de Estados Unidos e Inglaterra mostraron el poder bélico suficiente para desestabilizar Irak a fondo, pero ello no significa que posean, en el momento actual, la capacidad de rencauzarlo en una dirección específica. Abrieron, así, una caja de Pandora que, independientemente de lo que ocurra con la Constitución que se prepara, no va a cerrarse de manera fácil, acaso ni con la salida de los invasores. En este sentido, Bush y sus aliados occidentales han adquirido una responsabilidad histórica abrumadora por privar a los iraquíes de soberanía, paz, seguridad, estabilidad y hasta viabilidad nacional y por sumirlos en una desesperanza mucho peor, y más honda que la que les impuso la extinta dictadura.
Es pertinente, para finalizar, reconocer la virtud de la previsión al ex secretario de Estado Colin Powell cuando, antes de la agresión militar lanzada por Washington contra Irak, le advirtió a su jefe que en Medio Oriente imperaba la misma regla que en las tiendas de antigüedades: "si lo rompes, es tuyo". La catástrofe iraquí tiene, pues, la firma indeleble del gobernante estadunidense.