Editorial
Pat Robertson y la ilegalidad de EU
El exhorto formulado anteayer por el pastor estadunidense Pat Robertson para que el gobierno de su país asesine al presidente de Venezuela, Hugo Chávez, da una idea tan clara como aterradora de la descomposición moral a la que ha llegado la ultraderecha que gobierna el país más poderoso del mundo. No debe olvidarse que el declarante, fundamentalista cristiano, es una figura política y televisiva destacada, que fue precandidato presidencial del Partido Republicano y que ejerce una influencia considerable en los ámbitos del poder en Washington. Aunque su propuesta haya sido políticamente incorrecta, además de ilegal, y por más que los círculos oficiales pretendan tomar distancia de semejante forma de pensar, la idea expresada por Robertson no es, de ninguna manera, ajena al entorno presidencial de Bush, el cual proviene de esos mismos círculos de estudios bíblicos el equivalente estadunidense de los centros coránicos integristas en el ámbito musulmán, en los que se aprende a ver el mundo como un escenario de la lucha entre el Bien y el Mal, en los que se equipara la supremacía militar de Washington con un mandato divino y en los que se pregona la potestad de Estados Unidos de actuar al margen de la legalidad internacional, de los derechos humanos y de las libertades individuales con tal de destruir a enemigos reales o supuestos.
Más allá del espectáculo degradante de un líder espiritual que se manifiesta, en horario televisivo estelar, a favor del asesinato de un ser humano como lo hacen, sin televisión de por medio, los ayatolas que proclaman fatwas, esas condenas a muerte en nombre de Dios, es escandalosa e indignante la permisividad de una sedicente democracia para con tales expresiones que, desde cualquier punto de vista, constituyen en sí mismas un acto delictivo que difícilmente podría ampararse en la libertad de expresión. Para ponderar esa impunidad declarativa, basta con imaginarse lo que ocurriría si un obispo mexicano, por ejemplo, se manifestara, en el curso de una homilía, a favor de la eliminación física de Bush.
Pero en Washington las autoridades garantizan con una mano la "libertad" de expresión de Robertson para formular incitaciones al delito mientras, con la otra, acosan en forma cada vez más perceptible el derecho a manifestarse cuando quienes lo ejercen son periodistas independientes, opositores, críticos del gobierno, luchadores sociales, artistas, feministas y otros sectores situados fuera del complejo político, empresarial e ideológico que hegemoniza el control gubernamental y mediático en el país vecino.
El hecho de que se permita externar tales atrocidades a Robertson no debe eclipsar el dato, mucho más alarmante, de que, en los hechos, el gobierno de Bush cruzó hace ya varios años la línea de contención trazada en tiempos de James Carter que prohibía al gobierno de Washington asesinar a dirigentes adversos en el extranjero. En las proclamas patrióticas que emiten la Casa Blanca, el Pentágono y el Departamento de Estado, en el contexto de la "guerra contra el terrorismo", no es infrecuente la expresión de una directiva oficial: "capturar o matar" a los presuntos "terroristas". Muchas de las acciones bélicas realizadas por las fuerzas invasoras estadunidenses en Afganistán e Irak son, ciertamente, homicidios viles. Por lo demás, el mismo Hugo Chávez ha denunciado en diversas ocasiones planes fallidos, patrocinados por Washington, para liquidarlo.
En suma, la distancia que han puesto los gobernantes estadunidenses ante las palabras execrables de Pat Robertson es la misma que separa a la hipocresía del cinismo: por boca del pastor fundamentalista se expresan las maquinaciones que George W. Bush, Dick Cheney, Condoleezza Rice o Donald Rumsfeld no manifiestan en público. Tal es la descomposición moral y el avance de la ilegalidad en el grupo gobernante estadunidense.