Henrique González Casanova: universitario ejemplar
Mis propios recuerdos se remontan a los años 50 en Difusión Cultural de la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM) y al suplemento México en la Cultura del periódico Novedades. No es que Henrique escribiera bien, que era muy bueno, lo que sucede es que hablaba muy bien. El buen decir para él era un arte. Extraordinario conversador, practicaba ese arte a la manera de Alfonso Reyes, el dios del Olimpo Cultural de aquellos años. Sus pensamientos, historias, sus anécdotas las decía con elocuencia y buen tino, y escucharlo era un deleite. Hoy tendríamos que hacer un análisis de lo que para él representaba el español hablado y el español escrito. Muy culto, leía mucho, tenía una biblioteca ordenada en la que podían encontrarse los libros al instante. Cuando murió su madre, Henrique decidió que Pablo, su hermano mayor, se quedara con la biblioteca Rivadeneira y él guardó para sí la Enciclopedia Británica.
Recuerdo una larga época en que todas las noches iba a dormir al Hospital Francés, en Niños Héroes, y al día siguiente se presentaba a trabajar, y me pareció que estaba haciendo un esfuerzo sobrehumano por acompañar a su mujer, Lolita, gravemente enferma (tan es así que cuando se salvó, los médicos dijeron que lo único que no le había fallado era el corazón). Según Lolita, su hija, consiguió que le rentaran un cuarto junto al de su mujer en el hospital y lo convirtió en su cubículo, lo llenó de libros para trabajar en las tardes y al mismo tiempo estar pendiente de su esposa. Madre de cinco hijos, Enrique, José y Joaquín que son gemelos, Lolita y Beatriz, que murió el año pasado, los siete acompañaban a su padre a dejar los artículos a diversos periódicos y revistas, porque Henrique nunca manejó un automóvil. Siempre!, Mañana, El Nacional, El Día veían llegar a la familia entera. ''¡Al coche!", decía Lolita, y subían a los cinco a un Peugeot que ella conducía e iba de periódico en periódico a entregar la colaboración semanal. Para ser periodista, es indispensable una gran dosis de modestia, y Henrique la tenía.
Henrique González Casanova sabía oír y podía guardar silencio durante horas. Su capacidad reflexiva lo llevó a ser un gran maestro, un corrector de estilo, un repartidor de buenas recomendaciones, un maestro al que buscaban los estudiantes no sólo como profesor sino como guía, consejero de vida. Además, en torno a él se creaba una atmósfera cultural festiva y estimulante que se dio tanto en el décimo piso de la torre de Rectoría, en Difusión Cultural, con Jaime García Terrés, como en el suplemento México en la Cultura, de Fernando Benítez. A Henrique lo consultaban jóvenes y no tan jóvenes. Sus actos de generosidad fueron múltiples. Pita Amor, por ejemplo, caía en su casa a las 11 de la noche con las más peregrinas demandas y él resolvía sus problemas. Con sus artículos, fue maestro de escritores, y son muchos los que se formaron a su sombra. Interlocutor verdadero, fundador de la Gaceta universitaria, escribió ensayos y críticas en México en la Cultura, en El Día; hizo prólogos y entrevistas a escritores como León Felipe, Luis Cernuda, Francisco Rojas González, Germán Arciniegas, Pablo Neruda, Agustín Yáñez, Alfonso Reyes, Ermilo Abreu Gómez, Juan de la Cabada, Jorge Luis Borges, Carlos Fuentes, Tito Monterroso (con quién lo unía una gran amistad) y a mí me encantaría leer su artículo sobre ''Las sorprendentes investigaciones de Guillermo Haro". Defendió a Filomeno Mata y a David Alfaro Siqueiros. La lista de escritores a quienes ponderó en suplementos culturales dirigidos por Fernando Benítez es impresionante, pero me gustaría retener su relación con Ricardo Garibay, quién grabó en su casa el disco de Voz Viva de México. Cuenta su hija Lolita: ''Leía en voz alta y mi papá lo corregía, y Ricardo furioso respondía con un lenguaje muy florido: '¡No me estés chingando Henrique, si ya lo dije bien!'
''Mi papá le salvó la vida a Ricardo Garibay en una excursión, cuando estuvo a punto de picarlo una coralillo. En otra ocasión, al cruzar una calle, lo jaló para que no lo machucara un coche. Se que-rían mucho Ricardo Garibay, Rubén Bonifaz Nuño, Fausto Vega y mi papá, los cuatro compañeros de generación en la prepa. A mi padre le encantaba la prosa de Ricardo y afirmaba que era una de las mejores del siglo XX. El tenía la columna Autores y Libros, en el unomásuno, antes tuvo la de Sábado, domingo y feria...
Todos los escritores de los años 50 le debemos algo a Henrique González Casanova. No sólo formó parte de Los Divinos, que comían los sábados en el Bellinghausen: Alí Chumacero, José Luis Martínez, Jaime García Terrés, Abel Quezada, Francisco Giner de los Ríos y Joaquín Diez Canedo, sino que en la Universidad, Henrique impulsó a Tito Monterroso (cuando todos los escritores en malas condiciones económicas se sostenían gracias a Difusión Cultural) para que publicara su primer libro de 13 cuentos. ''O me traes el volumen o te corro" -lo amenazó. Ahora que lo pienso se ha perdido esa atmósfera festiva de la cultura mexicana, las entrañables anécdotas sobre el enamoramiento de Jorge Portilla de Elena Garro, la guapura de Luis Villoro, los ''hermanito" de Benítez y sus buenas puntadas, el recuento de sus fabulosas parrandas que tanto le sirvieron a las novelas de Carlos Fuentes, la reseña de las comidas en el Bellinghausen, las parodias y los boleros de Carlos Monsiváis, ya todo se lo llevó el viento.
Tuve el privilegio de entrevistar a Henrique y todavía recuerdo la historia de su abuela, a quien llamaban desde la orilla de la playa, ya que ella provenía de Campeche, donde la familia había tenido hasta una compañía naviera: ''Niña Chon, sal del mar, sal, te vas a casar". Era bellísima, y por su misma belleza no la dejaban hacer nada para que no se lastimara las manos y fuera a los bailes hecha una princesa. Cuentan que a ella la bañaban en leche de burra. Pablo Antonio González, abuelo de Henrique, se enamoró de ella como un loco al grado de torcer los barrotes de la ventana para verla en un baile al que no había sido invitado.
Encarnación González Casanova fue coqueta hasta la hora de su muerte. Murió de 98 años, se quitaba dos años -decía que tenía 96- y a esa edad ya no veía, y en una ocasión que la visitó un médico, al salir él, Niña Chon le preguntó a la sobrina que la acompañaba: ''Esperancita, Esperancita, ¿cómo es ese doctor?" "No, pues es una eminencia" ''No te pregunto eso, te pregunto si es guapo".
Es bueno recordar al Henrique de los tiempos de Alfonso Reyes, porque compartía con don Alfonso virtudes que hoy parecen perderse, la de la cultura y la conversación que ilustra, el eclecticismo y la buena factura, la propiedad en la conducta y la palabra exacta, el estudio y la información, el documentar cada juicio y cada opinión, la severidad y la ética. Quizá a Henrique le afectó la autocrítica, pues era muy rígido consigo mismo, y según su hijo Enrique, eso lo inhibió. Pudo ser un escritor prolífico. Sin embargo, en los anales universitarios, Henrique González Casanova pasará a la historia como un gran amoroso de la universidad, un impulsor del buen periodismo en nuestro país y un extraordinario promotor de la vida cultural en los años 50, un forjador de escritores y escritoras que hoy nos reunimos para agradecérselo.