Las toreras
Rafael de Paula y Curro Romero, toreros con herencia árabe, recrearon una tradición secular. Su obra acabada, deslizada en el defecto imperceptible. Sin esta imperfección, invisible a simple vista, la creación correría el riesgo de ser perfecta y sólo Dios es perfecto. Fuera de él, toda perfección es sacrilegio. Si es así ¿el toreo de los gitanos no consistió en reintroducir en la obra creadora; la falta, el vacío que no podría calmarse mas que por otro vacío? Ese vacío que hacía eco en el vacío, la falta de los aficionados que los contemplaban, sin saber que de qué o qué.
Esa imperfección que estaba presente en la presentación de las jóvenes toreras en la Plaza México. Continuidad de meteóricas apariciones de toreras desde la chispeante Conchita Cintrón, o la curvilínea Cristina Sánchez. Toreras que durante algunos instantes mágicos cambiaban el espacio esperado, creando un objeto nuevo: la mujer torera. Su presencia en el ruedo devela el hoyo preciso del vacío, donde reside la falta. Ahí donde estaban los toreros, de repente, no existen más que como ayudantes. No hay nada más. Solo la falta, la sensación de la falta, otra cosa. Las mujeres ardientes en los tendidos, bajan al ruedo y aumenta el ardor. Los toreros dejan el ruedo y se van a los tendidos a contemplarlas a la luz dura, vacía de los principios de sombra, las curvas de las nuevas diosas. Diosas que llegan al ruedo vacío de toreros y en un sublime paseíllo, lo marcan. Al marcarlo su propio vacío encubre el misterio, y el misterio envolvió la tarde torera. Un nuevo toreo a toros sin casta: el ballet femenino en la arena torera, fugaz, dramático y por tanto emotivo.