Usted está aquí: domingo 14 de agosto de 2005 Opinión Un disparo en la noche

Bárbara Jacobs

Un disparo en la noche

Soñé que mamá y yo vivíamos en Madrid, en el tercero y últi- mo piso de un edificio no muy amplio que se encontraba en una esquina del centro de la ciudad. La recámara que compartíamos ocupaba el fondo del reducido departamento y tenía de especial que, en vez de que el extremo en que se encontraban las dos calles a las que daba fuera un ángulo recto consistía en una curva. A pesar de estar rodeada por una ventana, igualmente curva en su esquina, y contar con vista a ambas calles, nuestro dormitorio era más bien oscuro. Es cierto tanto que mamá estaba enferma y prefería no descorrer las cortinas, como que en la época en la que se sitúan los hechos, finales de los años 40, el país sufría las consecuencias de haber pasado por dos guerras, una civil y la otra mundial, y por consiguiente inclusive en la capital había cortes de luz a cada rato, lo que explicaba la parte física del frío y la penumbra en los que vivíamos.

Esa noche de otoño estábamos recostadas platicando mientras daban las 10 y oíamos por radio el segundo noticiero oficial del día, cuando mamá recordó que el pan se nos había terminado. Aunque la calle que conducía a la panadería era empinada, estrecha y aún más oscura que nuestra recámara, me animé a bajar a comprar el pan con un boleto de racionamiento. Sentí aprehensión al dejar sola, con una luz menos que tenue, a mamá; pero la perspectiva de cenar con pan me dio valor. Así, acompañada por el sonido de mis pasos, descendía, las manos en los bolsillos del abrigo, cuando oí voces de hombres discutiendo con evidente violencia. A pesar de que de pronto un disparo terminó con la discusión, oírlo aumentó mi miedo y aceleró mis pasos.

Alcanzaba a ver la puerta de la pobre panadería cuando me tropecé y me caí. No tuve duda de que el bulto sobre el que me desplomé era un cuerpo humano y tampoco necesité ejercitar la inteligencia para deducir que correspondía a uno de los hombres que momentos antes había oído discutir. Pero, el disparo que asimismo escuché, ¿lo recibió él? ¿Estaba vivo o muerto? No gritó quien recibió el disparo; no gemía quien yacía debajo de mí.

En vista de que al caerme yo sí grité, algunos vecinos que, al oír el disparo llegaron a asomarse por las ventanas de sus casas tenuemente iluminadas, ahora se animaron a salir a averiguar qué sucedía. En lo que unos me ayudaban a levantarme, otros corrían a llamar a la policía. En cuanto a mí, aproveché la comprensible confusión para regresar al departamento y cerrar la puerta tras de mí con doble llave.

Con las manos vacías, me lancé a los pies de mamá y le conté atropelladamente lo que había ocurrido en la calle. Ya dije que esto tenía lugar a finales de los 40; pero, si bien en realidad esas fechas corresponden a cuando yo nací, en el sueño tanto mamá como yo teníamos la edad que tenemos ahora, yo cincuentaitantos y mamá sus ochentas. De modo que no dejaba de ser extraño que, al arrojarme a los pies de mamá y referirle de un tirón mi muy reciente experiencia, actuara yo como lo habría hecho un niño, con miedo y con necesidad de ser protegido. Hice a mamá la observación de que todo ser viviente tiene un ciclo de vida propio, pero que ser el agente que se lo interrumpa a otro debe de ser un destino indeseable.

Como si no le hubiera contado nada a mamá o, quizá como si no hubiera tenido lugar nada cuando había bajado por el pan, mamá me preguntó, "¿No trajiste el pan?" Apagué la luz; nos dormimos. A la mañana siguiente fui por el pan. El panadero quiso saber mi versión de testigo en el asesinato de la víspera. Al enterarme de que a pesar de la oscuridad los vecinos que me habían ayudado a levantarme llegaron a reconocerme, sentí una corriente de aire frío que recorría por dentro mi columna vertebral. ¿Por qué me pareció que la pregunta del panadero tenía doble intención? En todo caso, ¿por qué me hizo sentir culpable? ¿Tal vez porque en lugar de haber enfrentado mi destino de testigo involuntario de un homicidio, corrí a refugiarme a los pies de mamá? Sea como fuere, preferí sonreír por toda respuesta. Escogí el pan y volví al departamento. Mamá me esperaba sentada a la mesa, con el café y la leche calientes, listos.

 
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