Usted está aquí: martes 2 de agosto de 2005 Opinión Muerte de Fahd

Pedro Miguel

Muerte de Fahd

P ara ver un ejemplo de lo que significa vivir con miedo hay que tomar el caso del rey Fahd bin Abdul-Aziz, quinto jefe de Estado de Saudiarabia, muerto ayer después de una agonía de una década, un hombre inmensamente rico y poderoso que ejerció su reinado de 23 años sin conocer el sosiego. Vivió una espléndida juventud de príncipe en la que le tocó asistir a cosas históricas, como la fundación de las Naciones Unidas y el estreno del Ministerio de Educación de su país, y lo gobernó de facto desde siete años antes de acceder al trono durante la enfermedad terminal de su antecesor, el rey Khaled. Hasta entonces, en tierras de Mahoma, los soberanos tribales cobraban por transferir la riqueza del subsuelo a las grandes empresas petroleras occidentales, se enriquecían en paz y la tragedia de los palestinos, sus hermanos pobres, les daba la oportunidad de ejercer una caridad panárabe a control remoto, sin correr peligros innecesarios, y con ello mantenían contentos a los movimientos republicanos y seculares que derrocaban monarquías en el mundo árabe.

En los años 70 los jeques y sultanes del golfo Pérsico fueron colocados en el centro de la rebatinga mundial cuando los precios del crudo se fueron a las nubes, y con ello terminaron los años apacibles. El descontento social en la vecina Persia, capitalizado por los clérigos chiítas y pronto convertido en una virulenta oposición a Washington y a sus aliados, acabó de descomponer el panorama. Cuando Fahd fue proclamado rey, en 1982, su país ya estaba involucrado a fondo en la guerra carnicera que tenía lugar entre Irak e Irán, que fue iniciada, no hay que olvidarlo, por Saddam Hussein, quien se presentó como la barrera de contención al radicalismo islámico y logró, de esa forma, que se le abrieran las puertas del cielo del apoyo estadunidense. Los reyezuelos petroleros, empezando por Fahd, vieron en Saddam a su guardaespaldas contra los ayatolas y no vacilaron en apapacharlo con créditos blandos y multimillonarios. Otra parte sustancial de su beneficencia fue a parar, por cierto, a los combatientes musulmanes que se enfrentaban a los soviéticos en Afganistán.

Si Fahd y sus congéneres no sufrieron la misma suerte que Reza Pahlevi, ello no se debió necesariamente al papel de contención de Irak ante Irán sino, principalmente, al hecho de que, a diferencia de lo que ocurre en el segundo de esos países, en Arabia Saudita, Kuwait, Bahrein, Qatar y los Emiratos Arabes Unidos, no hay pobres. Aun dilapidada y distribuida en forma inequitativa, la factura petrolera alcanza para darles un buen nivel de vida a las escasas poblaciones de la península, históricamente pequeñas, porque se trata de desiertos, y la pobreza se circunscribe, en todo caso, a algunos de los trabajadores palestinos, filipinos, indios y de otras nacionalidades que llegan a la región en condición de braceros y en los más diversos grados de capacitación y horizontes laborales: oncólogos, barrenderos, mercenarios y sexoservidoras.

Cuando el entonces hombre fuerte de Bagdad se rindió a la evidencia de que no podría doblegar a la República Islámica, revisó las cuentas y vio que, mientras Irak había perdido en la guerra a cientos de miles de efectivos y se había endeudado en forma escandalosa, sus monarcas vecinos nadaban en la abundancia y hasta le mandaban a cobrar las deudas. Saddam montó en cólera, invadió Kuwait y se erigió en una amenaza militar acuciante para la vecina Arabia Saudita. Aterrado, Fahd se metió bajo la cama de Bush padre y clamó por protección. Washington mandó una fuerza de medio millón de efectivos para sacar al tirano bagdadí de Kuwait, pero ello significó el despliegue de infieles armados en tierras de las andanzas fundacionales de Mahoma, hecho que exasperó a los fanáticos islámicos -chiítas y sunitas-, quienes, tras la derrota de Saddam en la primera guerra del golfo Pérsico, se convirtieron en la siguiente pesadilla de Fahd.

En sus últimos años el monarca vivió desgarrado entre su lealtad a Washington y la certeza de que en su propia familia real abundaban los simpatizantes de Al Qaeda. Aunque cuando ocurrieron los ataques terroristas en Nueva York y Washington la salud del monarca ya estaba muy menguada, a Fahd le debe haber sido sumamente amargo constatar que la nueva amenaza no provenía de la lejana y desgarrada Palestina, ni de Teherán, ni del vecino y doblegado Irak, sino de su propia casa, y que el peligro había sido incubado por su propia miopía y por la de sus más confiables aliados, los políticos estadunidenses del círculo de los Bush. También debe haberle sido muy frustrante el que la mayor parte de la gigantesca inversión de defensa efectuada por el reino -cazabombarderos gringos e ingleses de a 50 millones de dólares cada uno, tanques de alta tecnología, misiles antibalísticos, aviones radar- resultaba inútil para hacer frente a la siguiente amenaza, constituida por fanáticos dispuestos a dar su vida para mayor gloria de Alá. Y posiblemente le haya dolido profundamente que su régimen, el más incondicional de los incondicionales de Washington en la región, haya acabado, como acabó, sujeto a las sospechas estadunidenses.

La moraleja debe estar en varias historias de Las mil y una noches: a veces las personas más acaudaladas y poderosas llevan las existencias más desgarradas y miserables. Aunque eso no quiere decir, por supuesto, que los pobres y desamparados sean felices.

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