Desde 1995 una embolia lo incapacitó; su sucesor, el príncipe Abdullah, de 81 años
Muere el rey Fahd de Arabia Saudita tras 22 años en el trono
Su reinado gastó millones de dólares en apoyo al talibán y las madrasas paquistaníes
Ampliar la imagen En imagen de archivo el rey Fahd (derecha), y el general estadunidense Norman Schwarzkopf en una visita a las tropas de Washington en una base a�a de Arabia Saudita en enero de 1991, cuando expulsaron a Irak de Kuwait FOTO Ap Foto: Ap
Así pues, el anciano será sepultado la tarde de este martes en la orilla de la capital saudita, Riad, en una tumba desierta sin monumento.
La estricta tradición wahabita -a la cual pertenece, por supuesto, ese saudita mucho más famoso, Osama Bin Laden- demanda que no haya nada de estatuas, ni monumentos, ni lápidas. Fahd será enterrado en la arena desierta y su cabeza tocará la tierra, cubierta y dejada para la otra vida. Ni una sola piedra marcará el lugar.
Ojalá algunos de nuestros grandes líderes sufrieran tal humildad -aunque de manera menos ostentosa- a la hora de su muerte.
El rey Fahd de Arabia Saudita ha muerto después de 22 años en el trono. Su sucesor, el príncipe heredero Abdullah, tomará formalmente su lugar este miércoles.
Pero en realidad el viejo rey murió en 1995, cuando una embolia lo incapacitó, paralizó su mente y obnubiló sus sentidos: a menudo el Guardián de los Dos Lugares Sagrados, de 84 años de edad, pedía a los sirvientes que sirvieran café a los invitados musulmanes durante el Ramadán, cuando beber y comer está prohibido mientras haya luz del día.
En realidad su medio hermano Abdullah, el príncipe heredero, ha sido "rey" desde entonces, y ahora, a la edad de 81 años, se sigue "aferrando al poder", como reza el lugar común. Otro medio hermano -todos esos medios hermanos reflejan los antecedentes beduinos de la monarquía saudita-, el príncipe Sultán Abdul Asís, será el nuevo príncipe heredero. Y ya tiene 77 años.
Quienes afirman que la familia real saudita está conducida por ancianos escleróticos tienen razón, pero tal vez no llegan lo bastante lejos. Al igual que Irán, la enorme nación petrolera musulmana que se extiende al norte, Saudiarabia se ha vuelto una necrocracia: gobierno de, con y para los muertos.
Durante años habíamos estado diciendo que Fahd moriría, ya fuera en su gigantesco palacio familiar en Andalucía (sabía, por supuesto, que alguna vez fue parte de un fabuloso imperio árabe) o en sus fastuosos y ridículos aviones jet de línea, con interiores decorados para que parecieran tiendas de campaña, o en esa piscina célebre por su repulsiva fealdad. Sufría de neumonía y fiebre alta, insistían funcionarios. Cualquier otra versión era "especulación maliciosa", lo cual significaba que era cierta.
Con todo, ése era el hombre que había fundado las legiones árabes contra la invasión soviética de Afganistán en 1979, cuando, como sabemos, Bin Laden asumió el papel de "príncipe" porque los verdaderos príncipes de Fahd, que sumaban unos siete mil entre oficiales y no oficiales, preferían los bares de Marruecos o las prostitutas de París a sacar la espada en nombre de la religión que tiene en sus tierras sus templos más sagrados, La Meca y Medina.
Despertó la ira de Bin Laden
Y fue este mismo Fahd quien atrajo sobre el Golfo Arábigo -y con el tiempo sobre los estadunidenses- la ira de Bin Laden y su Al Qaeda, al pedir a Washington que enviara tropas para proteger la tierra del profeta después de la invasión de Kuwait por Saddam Hussein, en 1990. Y es probable que su destino hubiera sido morir asesinado antes, pero es difícil asesinar a un muerto.
Fue este rey quien volcó sus vastos recursos en el presupuesto de la guerra de Hussein contra Irán, y quien de manera calculada se abstuvo de hacer comentarios sobre los 60 mil soldados y civiles iraníes gaseados durante el conflicto, con la esperanza de que la Bestia de Bagdad (nuestro amigo en ese tiempo, inútil es decirlo) derrocara a esa bestia mucho más terrible, el revolucionario ayatola Ruhollah Jomeini.
Cuando Saddam llegó a Kuwait, Fahd le escribió una carta en la que le recordaba lo mucho que los sauditas habían aportado a su guerra brutal contra Irán. "Oh, gobernante de Irak", escribió Fahd, "el Reino extendió a vuestra nación 25,734,469,885 dólares con 80 centavos." Analizando esa suma, alguna vez calculé que la cifra enviada por los cortesanos de Fahd se pasaba en un dólar y un centavo. En contraste, los banqueros del rey calcularon haber gastado 27 mil 500 millones de dólares al pagar por la liberación estadunidense de Kuwait, ligeramente más de lo que dieron a Saddam.
Fueron Fahd y los paquistaníes quienes, en nombre de Washington, armaron las milicias de Afganistán contra la Unión Soviética y, disgustados por las reyertas de los vencedores, apoyaron el ejército wahabita del mullah Omar, formado por clérigos campesinos ultramoralistas: el Talibán. Con Fahd, el reino derramó millones de dólares en las madrassas de Pakistán, que han vuelto a ser noticia después del 7 de julio. El talibán (al igual que algunos de los atacantes suicidas de Londres) fue un producto auténtico del wahabismo, la estricta y seudorreformista fe islamica oficial del Estado saudiárabe, fundado por el clérigo Mohamed Ibn Abdul-Wahab en el siglo XVIII.
A los periodistas les gusta afirmar que el wahabismo es "oscurantista", pero no es cierto. Abdul-Wahab no fue un gran pensador, pero para sus seguidores era casi un santo. Hacer la guerra a correligionarios musulmanes que habían errado el camino era parte obligatoria de su filosofía, ya fueran los "desviacionistas" musulmanes chiítas de Basora -a los que en vano intentó convertir al Islam sunita (lo echaron de sus territorios)- o árabes que no seguían su interpretación personal de la unidad musulmana.
Sin embargo, también proscribió la rebelión contra los gobernantes. Su ortodoxia amenazaba a la moderna casa de Saud por su corrupción, pero protegía su futuro al prohibir la revolución. La familia gobernante saudita -el rey Fahd estuvo en el centro de esta ironía en el siglo XX- abrazó esta fe, la única que podía a la vez protegerla y destruirla.
Por eso todo lo que se dice en la moderna Saudiarabia de "acabar con el terror", proteger los derechos de la mujer y reducir el poder de la policía religiosa es en su mayor parte demagogia.
Aún no se ha explorado del todo el papel de Arabia Saudita, bajo el liderazgo nominal de Fahd, en los crímenes contra la humanidad del 11 de septiembre de 2001. Si bien los principales miembros de la familia real, en especial el entonces príncipe heredero Abdullah -quien nunca estuvo tan convencido como Fahd de la sabiduría de la política exterior estadunidense hacia Medio Oriente-, expresaron la obligada consternación que se esperaba de ellos, ningún intento se hizo por examinar la naturaleza del wahabismo y su desprecio inherente a toda representación de actividad humana o a la muerte.
La destrucción de los dos Budas gigantes de Bamian pr los talibanes en 2000, junto con el vandalismo en el museo de Kabul, encajan a la perfección en la sabiduría teocrática wahabita. Lo mismo podría decirse de las Torres Gemelas del Centro Mundial de Comercio.
En 1820, las muy reverenciadas estatuas de Dhu Khalasa, que databan del siglo XII, fueron destruidas por wahabitas. Apenas unas semanas después de que el profesor libanés Kamal Salibi sugirió, a fines del decenio de 1990, que aldeas alguna vez judías en lo que hoy es Saudiarabia podrían haber constituido la ubicación de la Biblia, Fahd envió buldózeres a destruir los antiguos edificios de esos poblados.
En nombre de la fe, autoridades religiosas sauditas han destruido centenares de estructuras históricas en nombre en La Meca y Medina, y ex funcionarios de la ONU han condenado el derribamiento de edificios otomanos en Bosnia por una agencia saudita de ayuda respaldada por el gobierno de Fahd, la cual arguyó que eran "idólatras".
Así pues, todo lo que se dice de príncipes "rebeldes", de rivalidades potenciales entre medios hermanos ahora que Fahd está muerto, tiene una especie de seudoimportancia. La sociedad saudiárabe no es ni puede ser "moderna" en nuestro sentido de la palabra en tanto el wahabismo mantenga su poder. Pero se le debe permitir serlo, para proteger al rey. Y como poco a poco se vuelve un país pobre, las autoridades wahabitas y la policía religiosa cobran más fuerza.
Y como dependemos cada vez más de los sauditas para que extraigan petróleo, nos quedamos cada vez más callados respecto de lo que está mal en el reino. Nuestra política hacia Saudiarabia es ahora exactamente la que teníamos hacia Irán antes de la caída del sha, en 1979.
Cuando era gobernador de Riad, el príncipe Sultán, según el brillante periodista estadunidense Seymour Hersh, fue oído decir en una intercepción telefónica que el rey Fahd no sabía lo que ocurría durante un vuelo internacional. "Es un prisionero del avión", dijo. "Como toda la familia real saudita."
© The Independent
Traducción: Jorge Anaya