Usted está aquí: domingo 31 de julio de 2005 Cultura Del modo más inesperado, incrédulo, un trotamundos descubre otro Japón

LARGO VIAJE A OKINAWA

Del modo más inesperado, incrédulo, un trotamundos descubre otro Japón

JAIME AVILES /VII Y ULTIMA ENVIADO

Okinawa, Bolivia. Y también, me dice, la vista fija en la carretera que ha dejado de ser tan amplia como hace rato: si un turista se puede dar un banquete por cuatro dólares en el mejor hotel de Santa Cruz de la Sierra, lo cierto es que, al mismo tiempo, una empleada doméstica gana 400 bolivianos (50 dólares) al mes y un peón de estancia (hacienda) ganadera bastante menos. Así que, agrega Adolfo, siempre cáustico, los problemas de los pobres no van a terminar cuando venga la autonomía porque la gente lo que tiene, sabe usted, es hambre...

Pintada de verde y blanco, disfrazada de taxi, la antiquísima Toyota se aleja de Santa Cruz pujando con suma dificultad pero sin perder el paso. Atrás, en las orillas de la ciudad, han quedado los pórticos de los grandes moteles, los depósitos de cemento, varilla y alambrón, los restaurantes campestres al estilo argentino, las tiendas de alimento para ganado, las vallas de las fincas de recreo, las extensiones de tierra sembrada con soya, las plantaciones de caña de azúcar, el humo negro de algún lejano ingenio.

Adolfo, el sabio taxista que contraté anoche, aymara de origen, nacido en Cochabamba hace casi 70 años, radicado en Santa Cruz desde hace 30, insiste en que descree de los cambios políticos que están en marcha en Bolivia bajo la sombra ominosa de la guerra civil y del secesionismo. "Los ricos de Santa Cruz, por más que se quejen de los políticos de La Paz y quieran ser nación independiente, saben que necesitan los Andes para sacar sus productos al Pacífico. Si hubiera guerra y lograran imponer la división para quedarse con el gas y el petróleo, igual tendrían que negociar con la otra parte del país para vender sus exportaciones, ¿no es cierto? ¿Y a cambio de qué cree usted que les darían el permiso de llevar los productos al Perú? A cambio de gas y petróleo, señor. Entonces, digo yo, qué caso tiene guerrear si la solución política sería la misma", razona con más agilidad que el motor de su vehículo.

Le recuerdo una vez más la conversación que tuve con el senador Chacho Ibáñez, del Movimiento Nacionalista Revolucionario, un político del ala moderada de los cruceños. Le digo que, según ese economista que fue quizás el más cercano colaborador del ex presidente Gonzalo Sánchez de Losada, el problema de Santa Cruz viene desde el siglo XIX, cuando Bolivia obtuvo su independencia y esta región quedó unida a los Andes cuando geográfica y política y comercialmente estaba ligada a las estructuras del Río de La Plata. Pero don Adolfo, otra vez, no está de acuerdo.

"Nuestro mayor problema es que no tenemos salida al mar. Esa es la desgracia de Bolivia. Los grandes ríos no nos alcanzan para mantener relaciones directas con Europa porque estamos encerrados en el centro del Cono Sur. Por eso tampoco nos llegaron grandes corrientes migratorias como a nuestros vecinos. Chile, Argentina y Brasil se beneficiaron con los portugueses, españoles, italianos, alemanes y demás, que trajeron los avances de Europa a estas tierras. Pero a Bolivia, por la falta de puertos marítimos, no vino nadie, pues", suspira el viejo.

De pronto el zumbido del motor cubre el silencio de la cabina; vamos con las ventanillas bajadas, atravesando una de las zonas boscosas que se interponen entre los campos de cultivo y los potreros del ganado de carne; de repente cruzamos riachuelos y los baches nos obligan a transitar más despacio por la calle principal de aldeas y pueblitos donde brillan, a la orilla del camino, los cuerpos todavía frescos de los peces ribereños acabados de cazar. En una parada, una gorda y sonriente mujer que fuma sin tregua me explica:

-Este es el más común: surubí. Y éstos son pacú, sábalo, dorado, subí...

-¿Y ese? -apunto a un gigante con aspecto de mero.

-El mejor de todos. Manguruyú...

A la sombra del tajibo en flor

En Justicia de un hombre solo, el novelista Akira Yoshimura cuenta la historia de Takuya, un joven oficial del Ejército Imperial de Japón que cumple con la patriótica misión de detectar los bombarderos B-29 de la fuerza aérea de Estados Unidos que noche tras noche trituran la tierra del sol naciente, asesinando a miles de seres humanos, a finales de julio y principios de agosto de 1945. En tales circunstancias, un grupo de pilotos gringos cae en manos de los soldados nipones y el alto mando ordena que sean decapitados en represalia por sus crímenes. Takuya figura entre quienes obedecen con gusto la indicación. Pero entonces, una semana después de que las bombas atómicas arrasan con Hiroshima y Nagasaki, el emperador se rinde incondicionalmente, los marines ocupan el país y Takuya deja de ser un héroe para convertirse en un fugitivo que andará a salto de mata varios años.

Traducida por el gran escritor argentino César Aira -con notables descuidos en ciertos pasajes, que merecen una urgente revisión-, la novela de Yoshimura es también un recorrido por diversas regiones del Japón en ruinas de aquella época, pero, a saber por qué, está plagada de alusiones a Okinawa, esa pequeña isla a la que el protagonista nunca visitará en su tenaz escapatoria. Fue leyendo este libro, y dejándome tocar por la música de la palabra Okinawa, como averigüé, o más bien me enteré por casualidad y con sorpresa, que aquí en el oriente de Bolivia existen tres comunidades rurales llamadas precisamente Okinawa Uno, Okinawa Dos y Okinawa Tres, y atrapado en tal cruce de referencias me prometí que no me iría de este país sin conocerlas.

En 1954, en medio del desastre que aplastaba a Japón, el gobierno de Ryukyu, en la isla de Okinawa, que era una importante base militar de Estados Unidos, consiguió que 400 personas emigraran a Bolivia guiadas por Toshimichi Nichisawa. Al llegar a este país se establecieron en Uruma, pero una epidemia las hizo escapar despavoridas a su ubicación actual en Palometia. Con su milenaria cultura a cuestas, esos pioneros se dedicaron de inmediato a sembrar arroz en verano -aprovechando las crecidas del río Grande, tributario del Amazonas- y maíz en invierno, a la vez que creaban las condiciones para que se incorporaran más migrantes.

A principios de los años 70, los cambios climáticos los desalentaron de seguir cosechando arroz y maíz y optaron por el algodón. Y cuando terminó esa década eran ya 590 las familias japonesas que se habían asentado aquí, formando una población de más de 3 mil 500 personas. En la actualidad, los colonos de Okinawa han diversificado y mecanizado su producción agrícola -soya, maíz, sorgo, aceite-, además de practicar la ganadería, creando un centro de desarrollo rural que hoy cuenta con más de 12 mil habitantes, entre bolivianos atraídos por las oportunidades de trabajo y descendientes de bolivianos y japoneses, profundamente integrados a la cultura del país.

Pasan de las dos de la tarde, el calor dominical se intensifica, faltan pocos kilómetros, hay pesadas nubes que el viento arrastra desde Brasil y el viejo sabio mira el retrovisor y el tablero -que va de mi lado, por cierto, frente a mí, pues, porque su Toyota en el principio de los tiempos tenía el volante a la derecha, construida que había sido para el mercado inglés, pero al llegar a estas tierras sudamericanas sufrió esta extravagante adaptación, que sólo en este momento me preocupa porque el avesado taxista quita el pie del acelerador- y estaciona a la orilla del asfalto, meneando la cabeza contrariado.

-Se pinchó la goma -baja azotando la puerta.

Oigo un pájaro, la brisa, un coro de grillos, las educadas lamentaciones del chofer. Me siento en Chiapas. Hemos venido a dar a la sombra de un árbol de ramas gruesas y piel dorada, colmado de enormes flores rojas que lo encienden como una hoguera fuera de toda proporción racional. Se llama tajibo y es tan común y corriente en esta región que, en Santa Cruz, prolifera en los camellones, en los parques, en las calles, pero su abundancia natural explica por qué, desde el aire, la selva se ve tachonada de puntitos rojos.

-Ahora están los tajibos rojos y rosados, pero en septiembre, cuando venga la primavera, van a florear los amarillos y los blancos -dice Adolfo, desmontando la rueda que, a todo esto, no será remplazada por ninguna refacción-. Quédese acá nomás, pues. Voy a Okinawa a repararla.

Me opongo sin entusiasmo. Pienso que lo mejor será pagarle y abandonarlo a su suerte, pero me hace ver la mía.

-Allá -señala-, en ese rancho puede comer. No me voy a demorar nada.

Está bien. Me resigno. Atravieso la carretera hasta una casucha donde una anciana se inclina ceremonialmente ante mí cuando pongo las manos, entrelazando los dedos, encima de su pobre mantel de plástico. Unos minutos más tarde probaré la sopa misoshiru mejor sazonada en el mundo. Y de la manera más inesperada, aunque me cueste admitirlo, habré llegado a Japón.

 
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