La pobreza y la explotación de la zona minera, una constante con el paso de los años
Regresar a Bolivia: entre sacudidas en las nubes y ofertas promiscuas
La continua mención a una moneda desconocida hace sentir que se lleva gente en la bolsa
Ampliar la imagen Un ni�oliviano juega en la ventana de su casa, en el poblado de Charazani, 320 kil�os al norte de La Paz FOTO Reuters Foto: Reuters
Santa Cruz de la Sierra, Bolivia. Al amanecer las nubes forman una capa de espuma dorada que entreveo con un solo ojo abierto; debajo están las selvas de la Amazonia brasileña. Volando toda la noche desde México sobre Guatemala, El Salvador, Nicaragua, Costa Rica, Panamá, Colombia y el norte de Brasil, el aturdimiento me impide establecer en qué tramo el avión se movió como un barco subiendo y bajando las olas de la tempestad, borrado el mundo por las tinieblas. Ahora se desliza flotando con una tibia placidez que aprovecho para dormir otro poco. Despierto de nuevo cuando la voz del capitán cruje en las bocinas; abajo el universo es verde y plano, pero en todas partes hay pequeñas manchas, puntitos apenas, de color de rosa, y al fondo, a lo largo del horizonte, un río pasa culebreando inmenso como una boa sobre una mesa de billar. ¿Esto que se parece mucho más a Tabasco es Bolivia?
Si he de ser franco, no me siento en Bolivia. La primera vez que vine a este país fue en julio de 1980. Estaba en Sao Paulo, viviendo de arrimado en el departamento de la periodista Vanice Rahal, haciendo planes para ir a Río de Janeiro con María Candinha, encantadora lingüista que había escrito para El Colegio de México una tesis de maestría sobre el léxico de la Familia Burrón, cuando sonó el teléfono y la voz de Carmen Lira, entonces mi jefa de información en el Unomásuno, me dijo que había un golpe militar en Bolivia y que me fuera de inmediato a La Paz, ciudad colgada del cielo a 3 mil 500 metros de altura donde todo era miedo, confusión, aridez y rabia, una tumultuosa rabia subterránea.
En un 727 de Cruzeiro do Sul, extinta aerolínea brasileña, volé de Sao Paulo a Santa Cruz, donde permanecimos 40 minutos dentro del avión sin enterarnos de nada, y una hora después aterrizábamos en el aeropuerto de El Alto, arriba de La Paz, en la cima de los Andes, donde los pasajeros fuimos saludados con una taza de té de coca y tres consejos fundamentales para evitar el soroche (o mal de montaña): caminar despacito, comer poquito y dormir solitos hasta que el cuerpo se acostumbrara a la atmósfera de esos picos desolados y desérticos donde los habitantes originales, con sus ponchos de lana, sus negros sombreros de fieltro y sus inexpresivos rostros morenos y asiáticos, llevaban casi 500 años de esclavitud en las minas de oro, de plata, de estaño y de zinc, engordando primero a los españoles, luego a los ingleses, más tarde a los gringos y a la oligarquía criolla, sufriendo un saqueo inclemente e insaciable que bien valía, desde luego, un Potosí, pero nada bueno les dejó a cambio en materia de educación, salud, infraestructura o desarrollo, carencias que hoy se agravan porque los tesoros metálicos del subsuelo están agotados y hay casi ocho millones de hombres, mujeres, ancianos y niños que necesitan un nuevo proyecto para enfrentar el futuro, y saben que la respuesta a sus demandas está aquí, en la otra mitad de Bolivia, me digo pegada la frente a la ventanilla, escudriñando los diversos tonos de esmeralda de los campos, los potreros salpicados de vacas, los corrales atestados de cuadrúpedos, las plantaciones de caña de azúcar, de soya, de trigo, de maíz y otras hierbas, mientras los oídos se me tapan y la hermosa sobrecargo de la cola de caballo dividida en seis eslabones que separa con ligas rojas corre a sentarse de espaldas a la cabina de los pilotos.
Repleto de mexicanos y argentinos que gastaron algo más de 600 dólares por trasladarse del Distrito Federal a Buenos Aires con escala técnica en este lugar desconocido para el gran turismo, en punto de las ocho de la mañana el poderoso Boeing 767-300 de Lloyd Aéreo Boliviano, la línea más económica de América del Sur, toca virtuosa y delicadamente la pista del aeropuerto internacional de Viru Viru, pero sólo cuatro personas obedeceremos las órdenes de las flechas que habrán de guiarnos hacia la fría luz de la calle. ¿Por qué nadie más nos acompaña, si acabamos de llegar a un país entrañable, maravilloso y, para los tenedores de dólares, baratísimo (acechado sin embargo por el fantasma de la guerra civil)?
Ni más ni menos
Cuando semanas atrás recibí una invitación para asistir en Buenos Aires a un coloquio sobre periodismo, recordé que si viajaba a través de esta ruta podría quedarme algunos días aquí, en Santa Cruz de la Sierra, la ciudad española fundada en 1561 por el conquistador Ñuflo de Chaves, hoy, como en distintos momentos del pasado, convertida en bastión de las antiguas ideas separatistas de la minoría "blanca" o "no indígena" que siempre sueña, y cíclicamente amenaza, con independizarse del resto del país y "llevarse" los prósperos desarrollos agrícolas y ganaderos -y sobre todo, los yacimientos petrolíferos- de esta región a la Argentina, algo que los pueblos quechuas del altiplano y los aymaras de los valles cocaleros, en la zona intermedia de Cochabamba, no estás dispuestos a permitírselo, pero de ningún modo, a los cruceños, que se autodenominan cambas, en oposición a los que llaman collas para no decirles directamente indios.
A principios del mes pasado, cuando el presidente Carlos Mesa renunció a su cargo ante las intensas movilizaciones de las fuerzas populares que en octubre de 2003 acabaron también con el gobierno del empresario Gonzalo Sánchez de Losada, parecía que el estallido de la guerra civil era inminente. Ante la crispación que había en La Paz, donde los habitantes de El Alto habían bajado a rodear la sede del poder y lucían dispuestos a tomarlo violentamente, mientras aquí en Santa Cruz los caudillos del separatismo "invitaban" a las fuerzas armadas a dar un golpe de Estado y poner orden a sangre y fuego, los jefes políticos de todos los bandos alcanzaron un acuerdo de último minuto en virtud del cual se comprometieron a celebrar elecciones generales en seis meses -que se efectuarán el próximo 4 de diciembre-, crear un estatuto de autonomía para cada una de las tres regiones en que se divide el país y convocar a una asamblea constituyente en la que, por medio del consenso y la negociación, se definan las cláusulas de un nuevo contrato social. Nada más y nada menos: lograr una solución pacífica y duradera o sumergirse en un baño de sangre y desestabilizar a Perú, Chile, Argentina y Brasil es, hoy por hoy, la terrible disyuntiva de Bolivia.
Oferta promiscua
Ocurrió en un bar de Polanco, allá en la ciudad de México, el penúltimo jueves del pasado mes de junio. Había un puñado de funcionarios de la ONU brindando para despedir a dos colegas suyos (y amigos míos) que se iban a vivir a Panamá. Un diplomático boliviano, de ojos claros y nariz púrpura, algo más que un poco borracho, estaba arengando con exasperación a una jovencita.
-Cuando los españoles llegamos a Bolivia, los aymaras estaban oprimidos por los quechuas y nosotros los liberamos -afirmó discurseando para ella y de reojo para mí. No pude morderme la lengua.
-Pues no les fue mejor...
Sin prestarme atención, prometió:
-Ahora los desagradecidos nos quieren joder, ¡pero les vamos a sacar la mugre! -lo recuerdo aquí, de repente, en la sala desnuda, oscura y solitaria del Viru-Viru, a la que tarde o temprano traerán los equipajes, pienso balanceando el cuerpo, guango de sueño, junto al amable cargador que se me acercó empujando su diablito para arrebatarme el maletín de la computadora con una sonrisa.
-¿Como en cuánto me saldrá la noche en un hotel no muy caro?
-Usted se puede meter en una buena pieza con 200 bolivianos.
-¿Perdón? -lo escudriño de la cabeza a los pies. Tardo en comprender que me habla de una moneda de la que jamás había tenido noticia. Desde ahora y de manera inevitable, la reiterada mención de ese extraño nombre me hará pensar en que pago no con dinero sino con gente, en que tengo gente enrollada en un bolsillo.