Usted está aquí: domingo 24 de julio de 2005 Opinión El hombre que quiso vender México

Martín Reyes Vayssade

El hombre que quiso vender México

El banquero suizo Jean Baptiste Jecker es un personaje olvidado de la historia mexicana, pero sus maniobras financieras estuvieron en el centro de varios conflictos internacionales que enfrentó el país en el siglo XIX. Martín Reyes Vayssade -escritor, editor, ex subsecretario de Educación Pública- ha escrito la biografía del embaucador, Jecker. El hombre que quiso vender México, publicada por editorial Joaquín Mortiz, "crónica de una época en que agiotistas y filibusteros se disputaban las riquezas del país". Con autorización de los editores, La Jornada ofrece un adelanto para sus lectores.

La globalización en el siglo XIX

Hasta aquí había seguido las huellas de Jecker y su familia, su origen, negocios e intereses, en el marco de las primeras y turbulentas décadas del México independiente. La investigación me había conducido por muchos vericuetos, pero había tratado de construir un relato lineal, casi cronológico, aunque desde el primer párrafo se anticipaba la forma en que Jecker habría de morir a los 61 años. No pretendía escribir una novela de suspenso, ni una obra rigurosamente científica, sino satisfacer mi propia curiosidad respecto de un auténtico drama histórico.

La muerte del personaje, victimado por los communars en lo que fue considerado el primer "ensayo general" de la revolución comunista, tenía un sentido que trascendía su época. De la Comuna de París se desprendieron las enseñanzas para la teoría de la dictadura del proletariado, que tantas consecuencias tendría a lo largo del siglo siguiente. Por otra parte, el cargo que la historia achacaba especialmente a Jecker, aparte de pertenecer a la denostada generación de agiotistas de aquel tiempo, es el de haber proporcionado el pretexto o justificación de la Intervención francesa en México, donde Napoleón III encontró su Waterloo y el Segundo Imperio empezó a desmoronarse.

En la escena mundial se gestaban grandes cambios y el desarrollo, tanto del liberalismo radical como del espíritu republicano, amenazaban a las viejas estirpes monárquicas, pero todos cerraron filas ante el embrión del socialismo. Un nuevo reparto del mundo, una correlación diferente entre las potencias marítimas y colonialistas, y el auge industrial en proceso eran factores que debía tener en cuenta, pues proporcionan el telón de fondo del drama Jecker e influyen también decisivamente en el México de la Reforma, la Intervención y la República Restaurada.

¿Qué papel desempeñaron realmente los Bonos Jecker en la trama intervencionista del Segundo Imperio francés?

Napoleón III, su esposa Eugenia de Montijo y el medio hermano del emperador, el duque de Morny, tuvieron, naturalmente, un papel central.

El grupo ultramontano del Partido Conservador, formado en torno a José María Gutiérrez Estrada, también figuraba en el sainete. Conspiraban a favor de la monarquía en México, con un príncipe europeo en el trono, que tuviera el apoyo militar y financiero de alguna potencia católica. Destacaban sobre todo José Manuel Hidalgo, hábil cortesano que aprovechó su intimidad con la emperatriz Eugenia para abogar por el proyecto, y Juan Nepomuceno Almonte, hijo natural del héroe de la Independencia José María Morelos y Pavón. Almonte traicionó "los sentimientos de la nación" y de su padre a partir del momento, a mediados del siglo, en que abandonó el liberalismo. En 1859 firmó en París un arreglo intervencionista con el representante de Isabel II de España (Tratado Mon-Almonte); luego desembarcó en Veracruz con los franceses y finalmente se convirtió en figura decorativa del imperio.

Como era lógico, también el papa Pío IX y el obispo Pelagio Labastida y Dávalos tuvieron injerencia en el asunto, no de manera soterrada, sino instruyendo abiertamente al clero mexicano. La alta jerarquía católica se mostró tan intransigente en su exigencia de recuperar los bienes de la Iglesia y el fuero eclesiástico, que muy rápido entró en conflicto, desde la Regencia, con el general Forey, comandante de las fuerzas francesas, y luego desconfió del liberalismo moderado de que hacía gala el flamante emperador Maximiliano. Aferrados a su riqueza terrenal, los jerarcas religiosos terminaban abandonando a su suerte a las fuerzas del Partido Conservador, tanto en la Guerra de los Tres Años como en la de Intervención. Igual harían con los cristeros seis de décadas después. Sin duda la experiencia de la insurrección poblana de 1856, al grito de "¡Religión y fueros!", había sido una lección demasiado costosa para la Iglesia y para el país, pues fue el punto de partida de una larga y sangrienta lucha por consolidar la libertad de cultos y la separación de la Iglesia del Estado.

Finalmente, hay un protagonista clave en toda esta historia: el expansionismo norteamericano abanderado por James Monroe.

El 2 de diciembre de 1823, cuando la independencia de las naciones latinoamericanas apenas retoñaba, este presidente de Estados Unidos expuso ante el Congreso los lineamientos que debían guiar la política exterior de su país. Afirmó que las potencias europeas ya no debían intervenir en los asuntos de las naciones emancipadas de nuestro continente ni pretender establecer monarquías en ellas, pues su presencia pondría en peligro la paz y seguridad de Estados Unidos. Garantizaba, a cambio, que no emprenderían ninguna acción en las colonias europeas existentes ni en la propia Europa, pero añadió que únicamente Estados Unidos estaba destinado a completar la colonización de los territorios vírgenes de América del Norte.

No eran ideas nuevas ni se materializaron en ley alguna. Desde su nacimiento, Estados Unidos se consideró señalado por la providencia para cumplir un "destino manifiesto", y ya el presidente Thomas Jefferson había enunciado principios semejantes. Lo que hizo famoso el discurso de Monroe fue la coyuntura, el momento crucial en que el programa bolivariano se extendía por América Latina y surgía la república en México tras el efímero Imperio de Iturbide.

Entre los asistentes que escucharon el mensaje de Monroe, en calidad de miembro de la Cámara de Representantes por Carolina del Sur, se encontraba Joel Roberts Poinsett, quien sin duda encarnó la célebre doctrina.

 
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