Usted está aquí: miércoles 20 de julio de 2005 Opinión Los misioneros

Carlos Martínez García

Los misioneros

Llegan de muchos lugares y con las más variadas motivaciones. Algunos permanecen unos cuantos meses o pocos años. Otros, los personajes que más nos interesa estudiar, pasan la mayor parte de su vida entre poblaciones y habitantes de los que casi nadie más se ocupa, como si no existieran en la geografía y la cultura nacionales. Son los misioneros, mayormente los enviados para difundir alguna creencia religiosa, aunque también los hay en muchos otros campos, como el político, de salud, de los derechos humanos.

El tema es muy vasto; simplemente hay que recordar la existencia histórica, en el seno del cristianismo, de viajes misioneros en la Iglesia primitiva, de los cuales da cuenta el Nuevo Testamento. En un salto de varios siglos, las misiones protestantes iniciaron su auge en el siglo XIX, sobre todo las de iglesias libres, es decir, las de agrupaciones de creyentes que no se identificaban con la confesión religiosa oficial del Estado. Al llegar a territorio estadunidense los peregrinos, que en Europa pertenecían a iglesias libres, tuvieron entre sus preocupaciones básicas extender sus creencias religiosas. Se organizaron infinidad de sociedades misioneras para enviar voluntarios a tantos países como fuera posible. En el caso de México, a partir del último tercio del siglo XIX arribaron misioneros metodistas, presbiterianos, bautistas y congregacionales, entre otros. Un antecesor de todos fue James Thomson, quien llegó a la nación mexicana en 1827, auspiciado por la Sociedad Bíblica Británica y Extranjera, con el fin de distribuir la Biblia.

Hacemos otro salto para situarnos en Chiapas, donde en 1926 se asientan John y Mabel Kempers, mediante un convenio que establecen la Iglesia Nacional Presbiteriana de México (INPM) y la Iglesia Reformada en América (IRA). El acuerdo fue firmado por ambas partes en 1925. Antes de los Kempers hubo varios misioneros extranjeros espontáneos en Chiapas, tanto estadunidenses como guatemaltecos, quienes a fines del siglo XIX y principios del XX trataron de difundir su fe en Tapachula, en las fincas cafetaleras del Soconusco y en Tuxtla Gutiérrez. Pero corresponde a la IRA la línea de mayor continuidad en el trabajo misionero en Chiapas, por lo que este año esa denominación celebra ocho décadas de colaboración con la INPM. Los misioneros de la IRA ya tenían casi década y media en Chiapas cuando hicieron su aparición los del Instituto Lingüístico de Verano (ILV).

Mientras los del ILV, que para realizar parte de su labor -rescatar por escrito los idiomas indígenas- establecen convenios con los gobiernos, fueron objeto de severas críticas e impugnaciones de los y las antropólogos nacionales, los enviados de la IRA a territorio chiapaneco prácticamente han pasado desapercibidos por los cuestionadores del ILV. Tal vez sea porque los de la IRA desde un principio buscaron colaborar con iglesias locales, sus cuerpos regionales y su liderazgo nacional, mientras el ILV presentaba su labor como más ligada a temas culturales y mantenía en bajo perfil sus tareas específicamente religiosas, lo que le valió acusaciones de encubrir sus verdaderos propósitos al trabajar entre los indígenas.

Por estos días se están realizando varias despedidas a una pareja de misioneros de la IRA, un matrimonio procedente de Holland, Michigan, que trabajó casi 40 años principalmente con los indios de los Altos de Chiapas. El, además de antropólogo, es teólogo y fue coordinador, junto con su esposa, de la traducción de la Biblia al tzotzil de Chenalhó. En razón de una investigación que tengo en curso, y que se ocupa de los actores de la expansión del protestantismo evangélico en Chiapas, he tenido varias conversaciones con esa pareja misionera. En este ejercicio me ha quedado claro que, por lo menos en su caso (que hago extensivo a la línea iniciada por la IRA en 1926), la explicación preferida por muchos críticos de que los misioneros son nocivos para las poblaciones indígenas es errónea y hasta injusta. Es errónea porque no llegaron como agentes exógenos por sus ganas y por su cuenta, sino que fueron invitados por un grupo de indígenas para trabajar con ellos. Y es injusta porque al convivir en las mismas duras condiciones de sus invitadores se identificaron con ellos, con sus aspiraciones, y los acompañaron en su búsqueda por hacer realidad sus derechos humanos vulnerados por un medio opresivo.

Los misioneros, en particular los y las que gastan su vida en décadas de servicio a los indígenas, llegan a fundirse con los sujetos de la misión. No les imponen creencias, sino intercambian con ellos y ellas mensajes, convicciones y objetivos, hasta ser vistos por los "receptores", que en realidad son sujetos activos y no recipientes vacíos en los que se pueda verter lo que uno quiera, como uno de ellos. Es el caso de René y Carla Sterk, la pareja que hace casi 40 años llegó del norte. Por cierto, al parecer 40 años son un lapso cuasi normativo para los misioneros que han trabajado entre los indígenas de Chiapas. Cuarenta años estuvieron en esas tierras los primeros misioneros de la IRA, John y Mabel Kempers. Cuarenta años permaneció allí otro misionero, el obispo Samuel Ruiz García. Y poco más de la mitad de ese lapso lleva en el lugar alguien a quien han llamado de muchas formas, pero al que también le queda el título de misionero: el subcomandante Marcos, misionero social y político, pero misionero al fin, ya que llegó con ciertos objetivos que sus misionados enriquecieron en el camino.

 
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