Ojarasca 99 julio 2005
Poetas y juglares de la Sierra Gorda
En los brazos del asombro
Otras vertientes del son mexicano podrán tener más versadores, conjuntos, discos
publicados, escuchas o bailadores, pero sólo el que se toca en la Sierra Gorda tiene las topadas
y a los hermanos Guillermo y Eliazar Velázquez. Uno, miembro de Los leones
de la Sierra del Xichú y pozo sin fondo de la décima, el otro, cronista de este género.
Uno de los muchos valores de Poetas y juglares de la Sierra Gorda. Crónicas
y conversaciones, (Ediciones La Rana, Guanajuato, 2004), es que busca lo que es común
al son mexicano y, para el caso, a la músicas campesinas de México y del mundo.
Es un libro lejano a los recuentos folcloristas que pretenden convertir a sus autores en jueces
de cuál es tradición verdadera y cuál no. Ofrece la visión de quien nació en la cultura que le dio origen,
y que sabe escuchar. Leyendo este libro, que no glorifica a estos músicos
y versadores, nos damos cuenta lo que de ellos se puede aprender y de por qué su autor,
frecuente colaborador de estas páginas, tuvo que asumir "que las voces de estos muertos
y vivos eran mi piel". Estas son las palabras del autor
durante la presentación del libro el pasado 16 de junio.
Eliazar Velázquez
Este libro nació de una poderosa circunstancia tejida en la trama del azar y el destino. Mi relación con todos estos artistas, muchos de ellos ya muertos, data desde mis primeros años de vida. Con algunos he entablado una amistad desbordada; con todos, fincada en el amor y en la transparencia. Las conversaciones que el libro registra son fragmentos de un intenso y cotidiano diálogo sucedido alrededor del fogón, en las cervecerías, en carreteras, velorios, mercados, velaciones, en madrugadas y amaneceres.
Me envolví en esta tradición serrana como quien se envuelve en los brazos del asombro. Por un privilegio de la vida de pronto me vi en medio de todos estos hombres talentosos, intensos, apasionados. Hombres que durante generaciones nos han hablado en el verso y la música desde la intimidad y la humildad de sus huesos, y que con su canto y su talento artísticos han fertilizado las dimensiones sagradas de la Sierra Gorda.
Generosos, abrigaron mi sed de historias, y muchos de ellos me adoptaron como uno de sus interlocutores privilegiados. Algunos me llevaban en edad hasta medio siglo, pero me miraban de frente, y bebíamos, fumábamos, platicábamos, discutíamos sin tregua de las cosas que en nuestra tierra y en el mundo acontecen. No siempre eran tersas las conversaciones, al grado que en una ocasión, debatiendo mi escasa costumbre de acercarme al confesionario, don Francisco Berrones me dijo: "usted es un pendejo" (porque hasta eso me hablaba de usted así hubiera entre los dos 66 años de diferencia). Ya luego, cercana su muerte me envió una carta en décimas donde se disculpaba por esa y otras palabras fuertes que nos dijimos, aunque no es que hubiera cambiado de opinión, sino que --seguían diciendo sus versos-- le preocupaba que haberme pendejeado le fuera a quitar méritos para llegar al cielo.
Cuando varios de estos patriarcas comenzaron a morir, y sus amigos tuvimos que empezar a pisar veredas de cementerio, entendí la maravilla de haber recibido de sus labios el entramado íntimo de esta tradición. Pero además, los años y las trashumancias me permitían aseverar, que el modo como tejieron su vida estos hombres, y la fuerza de su mirada, entraña valiosas claves referidas al sentido de comunidad; al canto, el baile y la poesía asumidos como agua siempre recién nacida; a la tenacidad para abrazar una vocación; a la sapiencia para vivirse en una tradición como en un ritual cotidiano; a la universalidad que enraiza en algún lugar del mundo y abre la piel y el pensamiento a lo diverso; a la épica, la humildad y actitud guerrera como cualidades del ser; a la certeza de que la sensibilidad, la luna, la poesía, la muerte no saben de fronteras. Y en fin, todo un telar de intuiciones y conocimientos frecuentemente ignorados o menospreciados por la soberbia intelectual o clasista que muchas veces al mirar estas realidades prefiere uncirse a los estereotipos.
En algún momento tuve que asumir que las voces de estos muertos y vivos eran mi piel, y que hasta el final de mis días me bailarán sones en el alma, pero ese bailongo al que aún desde la tumba me convocaban también era un guiño de que algo sensato y responsable tendría que hacer con su palabra, y más, si para entonces ya había descubierto el gusto por la escritura.
En la casa donde viví la infancia había una azotea de tablas y paredes untadas de hollín desde tiempos de la revolución, era un arcano que entre fierros y polvo resguardaba cajas, velices, y baúles con fotografías y objetos que daban cuenta del andar del pueblo. Pensé que algo así me correspondía hacer con la memoria de mis viejos, debía intentar armar un baúl que aspirando a la belleza guardara algunos de sus pasos, claves y secretos para que pudieran estar al alcance de quienes se atrevan a ascender las escaleras de la sensibilidad. Por ese llamado fue que me di a la tarea de recuperar y reconstruir algunos trazos de su voz, esperanzado en que el conocimiento minucioso que nos tenemos me daría la posibilidad de trasladar a la palabra escrita sus tonos y cadencias.
Así se fraguó este libro, con el cual de ninguna manera pretendo convertir en un referente idílico el universo poético y humano que entraña esta vertiente del son y la poesía decimal trovada e improvisada, pero tampoco me cabe duda la fuerza y la valía de estas dimensiones de la realidad nacional, que siempre están ahí interpelándonos para disponer los ojos a trasponer las fronteras de lo aparente, y comprender que la memoria no es nostalgia sino posibilidad de reinvención, que la oralidad no es folclor sino vía de acceso a percepciones primigenias, que el patrimonio cultural y las tradiciones no son tarjeta postal sino siembra diaria de sueños infinitos, que las identidades mas genuinas y poderosas no son escenografías, ruta turística, sino territorialidad, autonomía, libertad, imaginación, dignidad inquebrantable; que la décima en los poetas y juglares con destino no es artificio, sino fuerza misteriosa que pugna por convertir diez líneas octosílabas y el viaje de los dedos por el diapasón en instrumento, llave y sortilegio para que estalle el gusto, la tristeza, la rabia, para que los sentimientos se abran al modo de flores que gritan su color en el firmamento cuando las noches de celebración.
Finalmente, invocando el reino de los muertos que nunca partirán y la prodigiosa simultaneidad de la vida, quiero decir aquí, a don Francisco Berrones, patriarca y profeta de nuestra tradición; a don Eusebio Méndez, violinista excepcional que descansa en su tumba de Plazuela y cuya muerte temprana seguimos llorando; a don Juanito Rodríguez que a estas horas estará contando los centavos de sus palomazos en los puestos de comida del mercado de Cerritos; a don Toño García, a don Lenchito Camacho, a don Chon Aguilar, a don Agapito Briones, a don Lorenzo López, que gracias a la suma de muchas manos y voluntades ya cumplí parte de la tarea de resguardar algunas de sus andanzas de las contingencias del tiempo.
Estén contentos y en paz, pues desde el rincón del país o del universo donde se encuentran, ustedes siguen desatando fiesta, y propiciando encuentros luminosos y curativos.