Usted está aquí: lunes 18 de julio de 2005 Cultura Jaque perpetuo

Jaque perpetuo

Gonzalo Lizardo

Ampliar la imagen Portada del libro

El zacatecano Gonzalo Lizardo (Fresnillo, 1965) desertó del seminario, de la ingeniería química y del rock para convertirse en artista gráfico, en docente de la literatura, pero, principalmente, en escritor. Luego de sus narraciones Azul venéreo (1989), Malsania (1994) y El libro de los cadáveres exquisitos (1997), ahora nos presenta Jaque perpetuo, "compleja e inteligente novela", como la describen los críticos, en la cual narra, mediante siete relatos entretejidos, una historia determinada por la traición y encadenada por el amor que rebasa las realidades habituales. Con autorización de Era, casa editora que publica a Lizardo, ofrecemos a los lectores de La Jornada un adelanto de esa narración "intensa, rápida y poderosa" contenida en Jaque perpetuo, novela que esta semana empieza circular en librerías.

Somos una concreción, en términos humanos, de una partida de ajedrez cerrada en tablas.

Salvador Elizondo

Vaya, por fin me he convertido en el último de mi especie en el último de los mundos, se lamentó Rael Leary justo al salir del cementerio. Acababa de sepultar a Gaspar Morelli, el único amigo que conservaba. Debería estar acostumbrado a los funerales, después de velar a todos sus seres bien o mal queridos. Pero no. Algunas muertes lo colmaron de un regocijo abierto y sin culpa, en tanto que otras le arrancaron un jirón de alma. Y supuso que Morelli, al morirse, le había extirpado el último retazo. Caminando como alfil de luto y sombrero sobre el tablero urbano, hizo un fugaz inventario de sus sepelios y un balance de sus creencias para recobrar el equilibrio entre la pena y la entereza. Sólo pudo conseguirlo cuando cerró tras de sí la puerta de su hogar y se desplomó en el diván más cercano, dispuesto a caer en un profundo, absoluto olvido del mundo y sus afanes.

A pesar de que su cuerpo aún resentía el frío del oratorio, el calor del cementerio, el cansancio de la ceremonia y el bullicio de las calles, Rael no pudo dormir: se lo impidió el zumbido de una cámara enfoque automático que perseguía sus movimientos.

Enfadado, arrojó su gabardina sobre el busto de bronce que encubría el dispositivo. Y pensar que todo obedeció a un plan interno. Sí. Cuando edificó esta casa, el arquitecto que dirigía las obras se había sometido con docilidad y discreción a todas las órdenes, gustos y caprichos de Leary. El más caro consistió en disimular, tras ciertos espejos, cuadros o lámparas de techo, un buen número de cámaras y micrófonos que captarían cualquier susurro, gesto, suspiro, maldición o verdad reprimida. Habían pasado quince años desde entonces, y bastante gente había circulado entre estos muros. Muchos cenaron en esta mesa tallada de ébano, algunos bebieron vinos en sus cristales, otros se amaron en sus alcobas, unos pocos emprendieron intrigas. Y de todo ello, tarde o temprano, Rael se enteraba, en la soledad inviolable de su estudio. Parecía increíble que nadie hubiera conocido ese secreto, hasta que, empujado por una corazonada atroz, el mismo Leary se lo confesó a Morelli, justo el jueves pasado, mientras entablaban su último ajedrez.

Sediento y sin sueño, con las rodillas adoloridas y la espalda palpitante, Rael decidió destapar la botella más preciada de su cava. En esa habitación, iluminada apenas por la luz artificial de los aparatos y sus indicadores, el ruido del corcho, al ser extraído, sonó irreal: como el gruñido de un perro en un sagrario. Tras servirse la primera copa y disfrutar del primer aroma de ese coñac septuagenario, Leary apenas reparó en la capa de polvo que se había acumulado

sobre los libros, los monitores, la computadora, las figurillas de cerámica y el piano Steinway que no tocaba desde que murió Helena, su esposa. Anestesiado por las páginas finales del diario de Morelli, prefirió apagar todas las luces para inadvertir la molicie y beber, con deleite y sin remordimiento, su primer coñac en casi diez años.

Ya, ya... es hora de combatir contra la amnesia, pensó y, con el ánimo enardecido por el licor, se dispuso a jugar con los controles del tablero. Se encendieron los monitores, se rebobinaron las cintas. Después de acreditar su password, Rael tecleó la fecha, la hora y el número de la cámara. Tras una breve espera, ante sus ojos se proyecto la imagen de su amigo Morelli, con el rostro oculto entre la palma de sus manos:

-Hubiera preferido que no me contaras esto.

-¿Por qué? ¿Me consideras un...?

-¿Perverso? Por supuesto... No debemos entrometernos en la intimidad ajena... Jamás, y menos todavía si viven. Es lo único sagrado que nos queda...

-Mira, Gaspar, me malinterpretas: nunca traté de violar, interferir ni dominar la vida íntima de nadie. Sólo quería responderme un par de preguntas...

-¿Se puede saber cuáles?

-Sí... debí empezar por eso. Tenía hambre de vida. Mi experiencia me parecía insuficiente, y mi memoria inexacta. Gracias a estos dispositivos puedo, cuando lo deseo, contemplar a Helena y a mis hijos, revivir nuestras venturas y resufrir nuestras desgracias. Y también, para qué lo niego, quería observarlos, a Helena y a ti: saber qué pensaban de mí, cómo actuaban en mi ausencia, disolver las turbias sospechas que siempre me ocasionaron su amor y tu amistad... No sé. Quizás así integraría una visión más completa de mí mismo.

-¿Y lo conseguiste, Rael?

Apagó el video. Recordaba con lucidez que nada pudo responderle, y que Morelli, tras vaciar silencioso su taza de té, movió con rencorosa astucia su negro peón a la casilla 6c. Sin decir más, su amigo se puso el sombrero, se colgó las gabardina de su antebrazo y se marchó. Durante una semana nada supo de él, embebido en discernir su culpa o su inocencia, y en descifrar la abstrusa posición a la que habían llegado, tanto en su amistad como en esa partida de ajedrez. Siete días exactos transcurrieron, hasta que anoche, por teléfono, le pidieron que fuera a la morgue para reconocer su cadáver. Vaya ironía. Durante su juventud, Gaspar había sobrevivido a dos muertes casi heroicas, casi inminentes. De la primera escapó cuando se fugaba con su novia Helena en un carro prestado y se estrelló contra un tráiler. Diez años después estuvo a punto de ahogarse en una mina de plata inundada. ¿Y para qué le había servido esa doble fortuna? ¿Para que sobreviviera cuatro décadas de penuria y terminara procurándose con barbitúricos el último sueño?

Cuando una lágrima (ridícula, inoportuna) remojó su mejilla de papiro, Rael tuvo que disolver, con un pródigo sorbo de coñac, la mortificante intrusión de la memoria, esa vertiginosa, epiléptica sucesión de imágenes que había desvanecido sin piedad su efímera amnesia. Sí, puedo apostar que Gaspar hubiera preferido morir entonces, en aquella carretera o en aquella galería subterránea, reflexionó mientras rellenaba su copa y encendía las luces de la sala. Ahí, sobre la mesa de centro, permanecía el tablero de ajedrez donde los viejos amigos se habían enfrentado durante tantos desvelos. El análisis de la batalla suspendida pronto capturó la atención de Rael: la reina que amenazaba jaque, el alfil atorado ante las amenazas del caballo, el peón en la 6c, el incierto final.

 
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