Viajes dentro de la ciudad
Desde que comienzo a tener recuerdos propios, distintos a los que nos regalan personas mayores de edad a nosotros, cuando les preguntamos por esa época de olvidos que es la primera infancia, he gozado con intensidad los cambios de casa. Las sorpresas que me anunciaba el nuevo domicilio me hacían soñar sin que me relatasen un cuento, sin necesidad de abrir un libro, sin dormir, simplemente al ver el espacio vacío que, entonces, me parecía inmenso, capaz de contener las más diversas aventuras.
Tuve la suerte de que mis padres se mudaran a menudo de un departamento a otro, a una calle desconocida y cargada de misterios que iría descubriendo. Eso me permitía, además de conocer un nuevo barrio, recorrer rumbos inexplorados por mí, durante el recorrido que hacía en el camión escolar cada mañana para recoger a otras alumnas.
Tal es, a grandes rasgos, el tema (o la trama) de mi novela L'autobus de Mexico (Actes Sud), de la cual me veo obligada a dar el título en francés, pues aunque ha sido traducida al francés y al alemán, la edición mexicana se ha hecho esperar siguiendo una tradición bien establecida por nuestro sentimiento del tiempo.
Poco después de mi llegada a México, durante este viaje, el poeta Oscar González, actual responsable de la difusión cultural de la UCM, me regaló los cuatro ejemplares que han salido de la revista Cultura Urbana. La leí con curiosidad y atención. Algunos textos límpidos, otros violentos, lúcidos como el de José de la Colina, la revista intenta establecer vasos comunicantes entre la ciudades de provincia y la capital mexicana, como también entre ésta y ciudades de otros países. Mezcla de recuerdos, de encuentros, de nostalgias de donde brotan lágrimas y lágrimas de añoranza.
Sin pretender hacer la crítica de la revista, me limito a señalar esta moda paseísta que llora e invita a llorar sobre la desaparición de una cornisa en La Condesa, una banca en el parque Hundido, un viejo edificio en la Guerrero, el aroma embriagador de las rosas en Xochimilco, los pepenadores de Santa Fe, el gentío que invade tal o tal zona, qué sé yo, cualquier cambio: una torre donde estuvo una casa, un jardincillo donde se vino abajo un edificio. Pero como todas las modas, el paseísmo envejece él mismo y avejenta a quienes las siguen.
La ciudad de México no es ni puede ser, quizá por fortuna -y aunque uno de mis deseos para ella es ver sacar sus ríos y canales a la superficie- un museo inmóvil, conservado por curadores, como es Venecia.
México es una ciudad en crecimiento, que cambia día con día para bien o para mal, que busca su forma, trata de encontrar su carácter, plena de una vida tal vez turbulenta como la de un adolescente, con una vitalidad que desborda por todas sus calles, de día y de noche.
Así, paseándome por los laberintos de mi ciudad, he terminado por seguir el ejemplo de Valéry Larbaud, ese magnífico escritor tan amigo de Alfonso Reyes y que tanto hizo para hacer conocer la literatura mexicana en Francia. Larbaud, el autor de la extraordinaria novela Fermina Márquez, por pereza o por inteligencia e imaginación, en vez de salir de París cuando quería cambiar de paisaje, irse de vacaciones, cambiaba sencillamente de barrio: se instalaba en un hotel cualquiera en otra parte de la capital francesa. Y el milagro tenía lugar: se despertaba en un sitio distinto, con otras costumbres, otros acentos, otro ritmo de vida.
Por mi parte, puedo asegurar que no es lo mismo ver el crepúsculo matutino ni caminar al anochecer por las calles arboladas y frondosas, con un dejo pueblerino, de la Portales; entre los caserones de dos pisos que parecen emerger aún de épocas coloniales en la Mixcoac; las casitas construidas cuarto a cuarto entre los olores de la Río Blanco; las sombras de ''los hombres del alba" que yerran como almas en pena en las zonas de Ermita-Iztapalapa; las calles empedradas de San Angel, entre los muros de las residencias y que bajan al popular mercado de ese antiguo pueblo devorado por una ciudad tentacular y majestuosa, mi adorada avenida de los Insurgentes donde puedo errar de noche como un fantasma, de día extraviada entre casitas y torres, en medio del gentío que la recorre gozándola a veces sin saberlo. Ciudad múltiple y única, insolente, huidiza, peligrosa y acogedora.