Usted está aquí: sábado 16 de julio de 2005 Opinión Interculturalidad

Ilán Semo

Interculturalidad

Una estadística que lograra contabilizar los tipos de noticias que publican los periódicos nacionales y los semanarios convencionales mostraría, previsiblemente, que los temas que cautivan a los editores se reducen a unos cuantos: la última guerra, el crimen más ostentoso de la semana, el funcionario atrapado en uno de muchos actos de corrupción, el affaire de la celebridad en turno, el accidente aéreo o de trenes (los naufragios pasaron de moda hace mucho). Aquello que el periodismo llama conspicuamente "realidad" se limita, en principio, a la repetición incesante de muy escasos lados de la vida. Uno no puede a veces dejar de imaginar que se trata de las mismas noticias en otros paisajes y con otros nombres. El informe meteorológico, el reporte de la Bolsa de Valores y la cartelera de espectáculos, esas sí noticias auténticas en las que la vida cotidiana y la "información" logran coincidir de vez en cuando, se agregan a esta rutina. Para abundar en esta inercia, que día a día quiere ser espectacular, se podrían innovar secciones y columnas inéditas que ampliaran nuestra noción del mundo y reportaran, por ejemplo, sobre el estado cotidiano de los bancos de semen para inseminación artificial, el curso (digamos, semanal) de los intentos de comunicarnos con seres extraterrestres, y algo que se podría denominar "el barómetro conceptual".

El informe conceptual mediría el estado de ciertas categorías que a costa de su repetición dominan las maneras en que postulamos la realidad. (Aunque aburrido, su utilidad sería probable si recordamos que las palabras son las herramientas esenciales de la vista.) El "barómetro conceptual" reportaría, acaso, que términos como pareja, objetividad, raza, revolución, autoritarismo, han pasado a mejor vida o han cambiado abismalmente de significado. Otros como globalización, los prefijos pre, post, pluri, multi o el verbo agandallar muestran buena salud y vitalidad. Y otras más exhiben una tendencia emergente.

Entre estos últimos se cuenta, acaso, el concepto de interculturalidad. Aunque su origen se remonta a los años 20, recientemente aparece en homilías papales, documentos de la UNESCO, discursos presidenciales, consignas globalifóbicas y textos de teoría y antropología.

¿Para qué agregar una nueva categoría a la de por sí barroca y laberíntica discusión sobre el estado de la cultura contemporánea, y las formas como los seres humanos se relacionan a través de ella?

Hay razones simplemente factuales. Vivimos en un mundo en que las guitarras españolas están ensambladas en Taiwán, los autos italianos Fiat provienen de Siberia, los héroes futbolísticos de Barcelona son africanos y brasileños (no obstante el racismo de los estadios españoles), el segundo hombre más poderoso del orbe es una mujer de origen afroamericano, Condoleezza Rice, hay 120 canales de televisión, algunos en francés, italiano y portugués, la mayoría en inglés, cada familia mexicana tiene en promedio uno o dos miembros binacionales que viven en Arkansas o Wichita o Los Angeles. Hollywood, para seguir vendiendo, ha hecho ingresar en las pantallas actores y actrices de todas las modalidades étnicas y todos los posibles entrelazamientos entre ellos y ellas. Si las producciones de MGM y Walt Disney son un síntoma de lo que sucede en el mundo (así sea tan sólo en el mundo entendido como supermercado), al menos el espejo de ese supermercado ha cambiado sustancialmente en las últimas dos décadas.

Néstor García Canclini ha definido el término interculturalidad (y acaso su carácter seductor) con bastante precisión: "De un mundo multicultural -yuxtaposición de etnias o grupos en una ciudad o nación- pasamos a otro intercultural globalizado. Bajo concepciones multiculturales se admite la diversidad de culturas, subrayando su diferencia y proponiendo políticas relativistas de respeto, que a menudo refuerzan la segregación. En cambio, interculturalidad remite a la confrontación y el entrelazamiento, a lo que sucede cuando los grupos entran en relaciones e intercambios. Ambos términos implican dos modos de producción social: multiculturalidad supone aceptación de lo heterogéneo; interculturalidad implica que los diferentes son lo que son en relaciones de negociación, conflicto y préstamos recíprocos". (Diferentes, desiguales, desconectados, Buenos Aires, Gedisa, 2004, p. 14)

En otras palabras, hemos transitado en el siglo XX por tres formas sucesivas de subjetividad: la primera, la antigua y caduca idea de que las sociedades eran un crisol de encuentros; la segunda, más reciente, que cada nación podía ser concebida como un número de identidades y culturas que vivían bajo un mismo techo, concepción que acabó fortaleciendo formas esenciales de segregación; y ahora la idea, o mejor dicho, la realidad, de que ninguna identidad es viable si no se transforma en una forma de interculturalidad, lo cual significa el fin mismo de la posibilidad de la identidad (al menos en los términos en que la conocemos hasta ahora).

Observar el mundo bajo el sesgo de su interculturalidad supone suprimir de antemano las fáciles ventajas que otorgaba el esencialismo (malas nuevas para los buscadores de lo mexicano en la sociedad mexicana, de lo latinoamericano en Latinoamérica, de lo europeo en la Unión Europea, etcétera) y las menos fáciles que otorgaba el relativismo de las concepciones multiculturalistas.

Habrá que ver cómo responde la ortodoxia del indigenismo en América Latina, cuyo sujeto de acción se ha vuelto también intercultural, si observamos sus ciclos de emigración a Estados Unidos y a las grandes ciudades, y sobre todo el criollismo, la más resistente de todas las formas culturales que conocen las Américas desde el siglo XVIII, y que logró adaptarse a todas y cada una de las transformaciones que afectaron a América Latina en el siglo XX.

 
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