Usted está aquí: lunes 11 de julio de 2005 Opinión PGR: pifia, agravio y descrédito

Editorial

PGR: pifia, agravio y descrédito

En la detención, en el arraigo, en las imputaciones y en la liberación del arquitecto Joaquín Romero Aparicio, la Procuraduría General de la República (PGR) y el gobierno en general exhibieron a cabalidad el grado de miseria institucional al que ha sido conducida por sus funcionarios actuales y recientes.

Cabe recordar, en una apretada recapitulación de hechos, que Romero Aparicio fue arrestado el sábado 2 de julio en un centro comercial, junto con el joyero Francisco José Ramírez. Diversas autoridades, incluido el vocero presidencial Rubén Aguilar Valenzuela, hicieron circular la especie de que el detenido era el presunto narcotraficante Vicente Carrillo Fuentes, quien esgrimía una identidad falsa.

Pese a que desde principios de la semana pasada la familia del detenido acreditó de manera exhaustiva la identidad de Romero Aparicio, y aunque era evidente que nadie ­ni siquiera un capo del narcotráfico­ puede inventarse un pasado en forma tan meticulosa y documentada, la Subprocuraduría de Investigación Especializada en Delincuencia Organizada (SIEDO) porfió en su hipótesis, esgrimió dudosos testimonios de "testigos protegidos" presentados por la Oficina Federal de Investigaciones (FBI) de Estados Unidos, aseguró que esas personas, un tanto etéreas, habían identificado en la persona del arquitecto a quien se supone jefe máximo del cártel de Juárez, pidió y obtuvo una orden de arraigo contra Romero Aparicio y le confiscó una propiedad.

Cuando los exámenes practicados al constructor y sus parientes demostraron que la imputación era sobradamente falsa, José Luis Santiago Vasconcelos adujo, en el colmo del empecinamiento, que si bien el arquitecto era quien era, no Carrillo Fuentes, debía retener al arraigado para investigarlo por presuntos nexos con el narcotráfico. La SIEDO no cejó hasta que recibió estudios de ADN realizados por la FBI que comprueban la inexistencia de vínculos sanguíneos entre Romero Aparicio y la familia Carrillo Fuentes; sólo entonces dejó en libertad a su "sospechoso".

En suma: a la torpeza e ineptitud iniciales se sumaron la necedad y la prepotencia de no reconocer esas fallas, la improvisación para ocultar los errores propios, la llana invención de indicios inculpatorios y, a la postre, un comunicado de prensa elusivo y arrogante en el que no se hace referencia a los yerros policiales ni a las "líneas de investigación" fabricadas a tontas y a locas; además se omite la situación legal del hostigado arquitecto y de su acompañante, y ni siquiera se ofrece una disculpa por los ocho días de infierno, difamaciones e injustificables daños morales y materiales causados a las víctimas de este atropello.

La PGR y la SIEDO se exhiben así como entidades que, tras un largo proceso de degradación y descomposición institucionales, han llegado a la antítesis de la que debiera ser su tarea. Incapaces de combatir a los verdaderos delincuentes, se dedican a atropellar las garantías individuales de ciudadanos inocentes.

Mientras los jefes del narcotráfico, los secuestradores, los ex banqueros ladrones, los genocidas y los funcionarios corruptos disfrutan de impunidad, las entidades de supuesta procuración de justicia hostigan a discreción a la población honesta.

Los abusos como los sufridos por Nahúm Acosta Lugo y Joaquín Romero Aparicio son recibidos por la sociedad como un mensaje ominoso y sórdido procedente de las entidades que debieran protegerla y que, en cambio, la agreden y la agravian.

El gobierno del "cambio" ha logrado, en efecto, operar una transformación: hoy, como en tiempos que parecían irrepetibles, los ciudadanos temen por igual, justificadamente, a los delincuentes y a los policías.

 
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