Salto a las callejuelas
En la Pamplona de moda, este julio san fermínesco, entre la expectación y la ondulación dramática de la muchedumbre, un estadunidense apagado que asistiendo por azar, por primera vez -a los famosos encierros que corren por las callejuelas rumbo a la plaza de toros tras los mozos lugareños-, en un impulso salta sobre las baldosas de la calle y enfrenta a los toros.
El tiempo de esta caída, en la calle o en un hoyo, un hoyo del pensamiento, un instante sin lenguaje, en el que se abisma, se goza, cuando el lenguaje deja lugar al cuerpo, para que hable en su lugar. El goce cuando se deja de pensar. Ese, el hoyo del torero, cuando se deja de pensar y deja el lugar al cuerpo para que hable. Ese toreo que se transmite al tendido y enloquece a los aficionados identificados con el toreo. Ese toreo soñado que se da muy de tarde en tarde. Ese toreo que como el amor está en la espera.
Juego trágico del hombre y la bestia, cuando el ciego ímpetu -deseo- y la argucia se encuentran en un espacio y un tiempo únicos, donde sólo caben ellos y el drama conteniendo el aliento para no perder ese supremo instante del encuentro vida muerte, en un impulso misterioso, en que coexisten, el terror y el anhelo de morir y vivir. Un precipitar en unos segundos de azar la esencia del propio destino, que en la vida cotidiana se diluye en lentas alternativas sin emoción, sin trascendencia. O sea ¿no entramos ya sentenciados a muerte en la vida y, sin embargo, la mayoría de nuestros afanes, parecen ser de seres inmortales?