Usted está aquí: lunes 11 de julio de 2005 Opinión Párpados en la tormenta

Hermann Bellinghausen

Párpados en la tormenta

Blandiendo los párpados como si con ellos orientara la navegación de los barcos en la tormenta, Olaika descansa de la página y el diccionario en la latitud del bosque a mano izquierda y al fondo, tras la cortina del clima extremo, pone la vista en la siguiente escala del archipiélago. Desde que abandonó la cátedra en la universidad y se mudó a las islas, gana menos pero vive más, dedicada a la traducción profesional y a una escritura clandestina que sólo emplea palabras propias y no muestra a nadie.

Es joven, pero cuando fue más joven se permitió un viaje a Nepal e India, y obtuvo su correspondiente revelación mixta, entre sagrada y crudamente social pues fue a hallar la espiritualidad en una miseria a ras del lodo que influyó, no obviamente pero sin duda, en su posterior entrega al estudio del sánscrito, apuesta intelectual que se jugó a sí misma y de la que salió ilesa, y sabiendo sánscrito. Claro, se mantiene de traducir lenguas más vivas y comerciales, tipo inglés, francés y, extrañamente, sueco, pero este tiene que ver con una historia romántica en tiempos del exilio de sus amigos uruguayos que por ahora no viene a cuento.

En los cristales turbios, manchados por la resina del bosque y bañados en lágrimas a causa de la lluvia, Olaika ve una figura intempestiva: una gran bola de fuego cae sobre el mar vecino, y lo que es el caserío de la isla se le figura una urbe lejana de altos edificios, como la premonición de la Nueva York en llamas que tuvo Durero en Lot y sus hijas. Lo que provoca el perder los ojos sin punto fijo.

Dedica estos días raros a su actividad favorita: escribir y rescribir los mil cantos del Amarusataka. Ella pertenece al bando de especialistas convencidos de que los cantos no son obra, como muchos creen, de un tal rey Amaru, sino de varios autores y autoras cuyos nombres se perdieron en el fondo de las edades, como sucede con las sagas nórdicas, el Beowulf y, dicen, pudo ser el caso de Homero.

Convive con perros y gatos en una de esas temporadas que siguen al naufragio, y no quiere saber de hombres. La procuran las mujeres, y se deja encontrar aunque los claustros feministas no sean su medio. Recientemente participó en el proyecto fotográfico-naturista de Jack, un amigo de Corina que llevó a un grupo de siete mujeres al parque nacional La Soledad; ellas eran de lo más diversas, y sólo una, modelo profesional. Las distribuyó abrazadas a las ramas y los troncos retorcidos, centenarios y sugerentes del bosque. Desnudas, con el rostro hundido en la corteza, cubierto bajo el cabello o volteado al otro lado. Cuerpos, no rostros. El resultado es fantástico: una ondulante fusión de árboles rugosos unidos a los pechos y los vientres de ellas, de quienes se ven la espalda y lo de más abajo.

Fue un chinga. Trepar los árboles en cueros, acostarse o apretar los muslos contra las rasposidades de la madera viva. Es más erótico y sorprendente el resultado que el proceso, ese lugar común de las bellas artes.

Ahora Jack ha enviado a Corina algunas copias de la serie. Olaika no se reconoce, no distingue su cuerpo de los otros. Y eso le agrada pues la embellece y normaliza.

Intenta por tecera vez en lo que va del año trasladar al castellano el canto 74 del Amarusataka. De su relación con Waldo, que la llevaba a los gimnasios de la Morelos y las peleas de box, conser- va la expresión "round de sombra".

En un nuevo esqueleto en prosa, Olaika reinterpreta la escencia (rasa), y el modo de sambhoga (unión) y vipralambha (separación) que recorren los desnudamientos inagotables de los cantos. Dice allí la autora anónima que su amante dijo:

-Niña mía de los tiernos muslos, nuestro lecho está señalado por los pilares numerosos del sándalo y dispersamos su polvo de tan fuerte abrazarnos.

"Esto dijo él, me plantó sobre su pecho, dio una profunda mordida a mi labio inferior y su ansia me despojó de mis ropas con las tijeras de los dedos de sus pies, y el muy bandido hizo de mí lo que quiso".

Cierta obsesión o nostalgia manifiesta en Olaika el estrago de las soledades en un corazón que quiere sanar, y no perder ya el sueño por traducir la voracidad tirana de siglos y mundos idos, sino por sentir algo real al alcance de las deshabitadas yemas de sus dedos.

Olvida que sigue lloviendo. Su parpadeo no le pertenece.

 
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