Usted está aquí: lunes 11 de julio de 2005 Estados La capital chihuahuense, esperanza para rarámuris durante el estiaje

Cada temporada llegan unos 2 mil; sobreviven de limosnas, hacinados en predios irregulares

La capital chihuahuense, esperanza para rarámuris durante el estiaje

Sólo buscamos comida; en el pueblo hay hambre y aquí podemos trabajar en alguna obra, dice un indígena

MIROSLAVA BREACH VELDUCEA CORRESPONSAL

Ampliar la imagen Asentamiento irregular denominado El Palomar, donde habitan varias familias ind�nas procedentes de la sierra Tarahumara FOTO Jos�atista Foto: Jos�atista

Chihuahua, Chih., 10 de julio. "Sólo buscamos comida, comprar un poco de maíz y frijol. Allá en el pueblo ora sólo hay hambre, aquí podemos conseguir trabajo en la obra", dice Tomás Bustillos, indígena rarámuri -nombre que se dan los miembros de la tribu, también conocida como tarahumara- quien llegó esta capital junto con su mujer y sus cinco hijos procedente de Norogachi, comunidad enclavada en lo profundo de la sierra Tarahumara.

Tomás y Herlinda son los jefes de una de las más de 2 mil familias indígenas que viven hacinadas en asentamientos irregulares de la capital de Chihuahua, en medio de la miseria y sobreviviendo en su mayor parte a base del korima (dádiva, en idioma rarámuri) que mujeres y niños piden en las calles, cruceros y centros comerciales de la ciudad.

Año con año, entre enero y mayo, las principales ciudades de la entidad registran alto índice de migración procedente de los pueblos indígenas de la sierra Tarahumara, cuyos habitantes deciden abandonar sus comunidades rurales durante la larga temporada de estiaje, en busca de trabajos temporales.

Los varones suelen obtener empleo en obras de construcción, mientras mujeres y niños recorren duran horas las calles pidiendo korima de casa en casa, o entre los automovilistas que se detienen en los semáforos de los cruceros.

Eloísa Robledo, titular de la Coordinadora de la Tarahumara, organismo del gobierno del estado encargado de los programas de asistencia social a las cuatro etnias de Chihuahua, indicó que sólo en esta capital hay más de diez asentamientos humanos creados por familias indígenas migrantes, muchas de las cuales ya se establecieron en forma definitiva en la zona urbana.

Esas familias, adaptadas a la vida cotidiana de la ciudad, reciben a sus parientes que bajan de la sierra por temporadas, les proporcionan espacio dónde vivir y comparten con ellos su miseria, solidariamente.

Asentamientos como El Oasis, Colonia Tarahumara y Aeropuerto son algunos de los lugares en los que ya se cuenta con toda una estructura de organización social y política, en la que los indíge- nas reproducen los usos y costumbres de sus comunidades. Aquí en la ciudad, en cada uno de esos lugares, los rarámuris tienen inclusive sus propias autoridades tradicionales.

Pero no todos tienen la suerte de contar con un espacio entre la gente de su raza, y levantan improvisadas viviendas en casas abandonadas o derruidas ubicadas a las orillas de la ciudad, o entre los cerros que rodean la capital chihuahuense, donde sobreviven prácticamente a la intemperie bajo el sol calcinante del día o entre las bajas temperaturas de la mañana que caracterizan a esta zona desértica.

María Zafiro es una de ellas. Llegó hace dos meses de Rocheachi y no tuvo más remedio que buscar refugio en unas tapias abandonadas, donde se instaló con sus dos hijos pequeños y su marido, quien trabaja de peón de albañilería y "gana poquito" para comprar comida. Ella pide ayuda entre los transeúntes del centro de la ciudad, mientras espera que empiece la temporada de aguas para regresar a la vivienda que dejó en la sierra.

La insalubridad y el hacinamiento en que viven los indígenas migrantes en las zonas urbanas los convierten en blanco fácil de enfermedades. Niños y mujeres sufren infecciones en la piel, quemaduras de sol y frecuentes deshidrataciones que requieren ser atendidas, pero la falta de recursos y conocimiento les dificulta buscar ayuda.

La Coordinadora de la Tarahumara trabaja con algunos de los grupos organizados de los asentamientos rarámuris, pero la dispersión y la movilidad de los migrantes impide brindar atención a parte de las más de 2 mil familias que llegan a la ciudad cada temporada.

El organismo tampoco sabe a ciencia cierta cuántas personas viven en las condiciones citadas, porque no existe un censo exacto de la gente que entra y sale.

Los tarahumaras no se quieren quedar en la ciudad; sus escasas pertenencias siempre están liadas para regresar en cualquier momento a la sierra, en cuanto caigan las primeras lluvias.

"Es tarea imposible, muy pocos aceptan los programas de prevención, sólo llegan a buscar ayuda cuando ya están enfermos", dice Alma Morales, una trabajadora social de la Coordinadora de la Tarahumara que atiende directamente los asentamientos de indígenas.

 
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