¿Mercado universitario?
La historia de las universidades públicas latinoamericanas, y el caso mexicano no es excepción, ha transitado por vericuetos en ocasiones heroicos, otras veces no tanto. Por ejemplo, a principios del siglo pasado comenzó una etapa febril y claramente heroica que en perspectiva resultó de enorme trascendencia no sólo para la educación superior, sino para la mayoría de las naciones del continente.
El punto central de esa lucha fue el logro de la autonomía universitaria, para deslindar la vida de las universidades públicas de los avatares de las políticas estatales y privadas. A partir de la experiencia argentina de la Universidad de Córdoba en 1918 se fueron desgranando los movimientos autonomistas de manera que ya para los años setentas la mayoría de las universidades públicas de América Latina habían conquistado la autonomía de sus funciones de docencia, investigación, extensión cultural y compromiso social, pero además habían contribuido definitivamente al desarrollo económico, político y social de la región.
Tal vínculo entre universidades públicas y desarrollo se desplegó merced al apoyo de los gobiernos a través de subsidios que en realidad se convirtieron en muy rentables inversiones porque permitieron formar los recursos humanos necesarios, en cantidad y calidad, que construyeron las carreteras, erigieron las fábricas, curaron a los enfermos, administraron las empresas y guiaron las decisiones políticas en una época dorada de bienestar en la región. No que hayamos salido de pobres ni mucho menos, pero en general América Latina comenzó a encontrar sus propios rumbos, a pesar de algunas dictaduras.
A partir de los años setentas el panorama comenzó a cambiar, precisamente por el surgimiento de nuevos ímpetus dictatoriales en la zona y el impulso a lo que con el tiempo habríamos de conocer y padecer como las reformas neoliberales. Son los tiempos en que emerge el Consenso de Washington como recetario para América Latina y el Caribe, en cuyas premisas y, según su autor, simplemente se desconsideró la desigualdad "porque ese tema no reunió el consenso". No podía reunirlo simplemente porque ningún país o persona latinoamericana participó en el diseño de un "consenso" creado para nosotros... sin nosotros.
De entonces a la fecha ha venido creciendo, por un lado, el impulso a las reformas neoliberales que, como se sabe, implican menor presencia de los gobiernos en todas las actividades, incluyendo la educación y, desde luego, la superior. Se impulsa en cambio la educación privada.
Por otra parte, en la medida que los resultados del ejercicio neoliberal evidencian sus fracasos o insuficiencias surgen reacciones que resisten sus ímpetus, en búsqueda de opciones que no impliquen el abandono de los compromisos sociales originales de los gobiernos con sus pueblos y de las universidades públicas con su misión social.
Algunas cifras. De 1950 a la fecha, la matrícula universitaria en América Latina y el Caribe pasó de 279 mil a 12.3 millones de alumnos. De atender a 2 por ciento de la población escolar, se pasó a 21.7 por ciento en ese lapso. El número de instituciones de educación superior pasó de 75 a mil 500. Para la óptica neoliberal eso significa negocio.
En efecto, en 1960 casi 70 por ciento de las universidades de América Latina eran públicas y hoy sólo 40 por ciento. La matrícula correspondiente a universidades públicas, que hace 45 años era de 85 por ciento, hoy representa 50 por ciento. Esta transformación no es casual, sino deliberada, auspiciada por los gobiernos latinoamericanos presionados por el neoliberalismo que los países ricos imponen, pero no practican. Entre 1970 y 2000 el gasto público en educación superior en los países ricos de la OCDE no dejó de crecer como proporción del PIB, pasando de 0.76 a 1.26 por ciento. En nuestra región transitó de 0.54 por ciento en 1970 a 0.80 por ciento, dejando de disminuir hasta llegar a 0.75 por ciento en 2000. Qué decir de la brecha científica. Entre 1990 y 2002 los países de la OCDE aumentaron de 2.21 a 2.46 por ciento la proporción del PIB destinada a la investigación científica, mientras en nuestra región el monto oscila entre 0.31 y 0.34 por ciento.
El caso mexicano refuerza las tendencias mencionadas. Entre 1950 y 2004 el número de instituciones de educación superior -no necesariamente universidades- pasó de 39 a 1800 y la matrícula creció de 35 mil a 2.4 millones en ese lapso. Igual se ha privatizado la matrícula, de forma que en veinte años a nivel licenciatura las instituciones privadas pasaron de 16 a 32 por ciento del total y a nivel posgrado de 20 a 40 por ciento, duplicando su presencia en la educación superior.
Se podría decir que, con tal de que los jóvenes se eduquen, no importa dónde, y podría ser cierto. El problema es la calidad de la enseñanza, por un lado y, por el otro, la respuesta a una pregunta clave: ¿quién debe educar y para qué? La calidad de la educación privada, salvo excepciones minoritarias, es notoriamente deficiente. Y bueno, el sector privado educa para el mercado, como negocio, para servir a la empresa privada, y al individuo, no a la nación. Educa para tener gobiernos de empresarios para empresarios, como el actual que definió el mismísimo señor Fox, con los dramáticos resultados que tenemos.