Juegos de manos
Estamos en una etapa de la vida política de México donde la ley no basta para dirimir una serie de controversias públicas de distinta envergadura y significados. Por ejemplo: los permisos para operar casas de juego concedidos a empresas filiales de Televisa. Tanto el ex secretario de Gobernación como los dirigentes panistas se han esforzado por demostrar que todo se hizo conforme a las normas previstas para tales situaciones: el solicitante del permiso acata las reglas; la autoridad concede si se cumplen los requisitos. Sin embargo, esa manera de plantear el asunto elude la parte esencial del problema, justo la que ha causado mayores irritaciones y molestias, a saber: la sospecha (casi imposible de probar) de un arreglo bajo cuerda entre el gigante televisivo y el ahora candidato para obtener ventajas ulteriores en la campaña por la Presidencia en 2006.
No sería la primera vez en la historia que se forjan alianzas "estratégicas" entre grupos de poder para obtener beneficios mutuos, aprovechando o no las disposiciones legales, pero sin duda sorprende el descuido y la falta de seriedad de quien durante años se presentó a sí mismo como campeón del estado de derecho. No es posible argumentar a favor de los permisos invocando la tesis de que para abatir el monopolio de juegos de azar (el de Hank y familia) se hacen necesarios, mediante permisos ad hoc, contrapesos, justo cuando se discute bajo enormes presiones la autorización de casinos.
La falta de transparencia enloda el horizonte, crea tensiones innecesarias que en teoría podían evitarse. Pero no es así. La letra de la ley no es suficiente para resolver todas las cuestiones planteadas por la lucha política, más aún si se trata de un combate encarnizado bajo formas en apariencia democráticas, donde, por desgracia, subyacen los hábitos, la cultura política del viejo poder patrimonialista. Hay cuestiones "subjetivas", temas de origen ético que no pueden eludirse invocando la norma como panacea.
El Presidente de la República, digamos, puede asistir a un acto político de su partido -como ha hecho Montiel en su caso- si no contradice las disposiciones vigentes en los códigos electoral y penal, pero el "buen juicio" indica que tal presencia sería contraproducente, pues atizaría aún más las pugnas, la pretensión desgarradora de que nada ha cambiado tras años de transición. Sin embargo, la proximidad de las batallas por la Presidencia hace olvidar qué es lo que deseamos dejar atrás definitivamente y replica viejos hábitos que deseábamos haber superado. No hay tal.
Los usos y costumbres permanecen en el derroche obsceno del estado de México. Los ciudadanos del Distrito Federal y otros estados hemos sido sometidos a la basura mediática generada por los candidatos, un compendio de frases huecas creadas en quién sabe qué agencia de publicidad. El candidato del PRI al gobierno mexiquense es más conocido que muchos de los aspirantes presidenciales de su propio partido. Lo hemos visto en el futbol, en desplegados y espectaculares, rodeado de una caravana de comediantes y cantantes en las zonas populares donde lleva el show que le dará la victoria. Ha hecho compromisos ante notario y en reuniones masivas, también en entrevistas cuidadas y oportunas, pero nadie sabe qué piensa del país, del futuro.
Un análisis sereno de tales campañas tendría que arribar a la siguiente desgradable conclusión: aunque se demuestre que no hubo graves irregularidades en el (derroche) financiamiento, el problema de fondo es que los ciudadanos en realidad no participan, siguen excluidos del debate en torno a los asuntos de Estado, raíz y razón de la política. Los grandes financiamientos aplicados a la propaganda mediática, lejos de interesar a las mayorías, las alejan de los temas importantes, las convierten es espectadores pasivos de un espectáculo ajeno. Reciben, pues, gato por liebre. Y, sin embargo, los problemas son reales. Pobreza, inseguridad, pérdida de identidad ante un mundo que sí se mueve, en fin.
El país, lo estamos viendo, necesita una nueva reforma democrática. Veremos.