Usted está aquí: jueves 30 de junio de 2005 Opinión Santa Marta

Soledad Loaeza

Santa Marta

No cabe duda de que se trata de una casualidad, pero el Centro Femenil de Readaptación Social (Cefereso), donde se concentran las mujeres presas en el Distrito Federal, lleva el nombre de Santa Marta, patrona de las mujeres hacendosas. Fieles, probablemente sin saberlo, a su santa, las más de mil 600 internas se mantienen ocupadas en distintos programas de actividades que organiza la dirección del Cefereso de Santa Marta Acatitla: trabajan en labores de costura o de producción en serie -por las que devengan un modesto sueldo-, terminan la secundaria, hacen estudios universitarios, toman clases de baile, sazonan su rancho a su gusto en su celda; pero su atención en lo que hacen siempre pende del hilo de las noticias del juzgado o de su abogado que, para bien o para mal, pueden llegar casi en cualquier momento. Están continuamente en espera. Incluso las que han sido condenadas a varias decenas de años de encierro parecen en constante estado de alerta a lo que pueda venir de afuera. Por esa razón caminan siempre de prisa, aunque sepan que irremediablemente van a llegar adonde tienen que llegar. Por espacioso que sea Santa Marta, las distancias siempre son cortísimas. Nunca más allá de las paredes, que son planchas grises de concreto, ni de los muros que rodean el patio.

En los últimos cinco años la tensión de la relación entre las presas y la justicia se ha agravado. Las políticas de combate a la delincuencia que puso en práctica la actual administración de la capital de la república han sido particularmente costosas para las mujeres. Un porcentaje muy alto de las reclusas están acusadas de complicidad con sus maridos o novios, cuando no con hermanos o padres. En algunos casos esta falta quedó demostrada porque la mujer daba de comer al delincuente y a sus secuaces. Un hecho tan cotidiano como puede ser preparar y atender la alimentación de la familia y sus amistades se vuelve un crimen de severas consecuencias. En defensa propia la acusada puede justamente alegar que nada más estaba haciendo lo que se esperaba de ella, o habría cometido otra falta, aunque de distinta naturaleza, también de consecuencias desagradables, cuando no dolorosas. Es muy probable que para muchas ni siquiera se planteara el dilema entre dar de comer a su galán y luchar contra el delincuente. Así que no es de extrañar que no comprendan realmente por qué están en Santa Marta, y todavía menos que su falta sea contra la sociedad y que deban pagarla con muchos años de cárcel, en ocasiones tantos o más que los que reciben sus coacusados.

Las reclusas esperan también la visita. Pero si acaso llega es a cuentagotas. El estigma social que pesa sobre la condición del criminal encarcelado es mucho más infamante para las mujeres que para los hombres. Mientras que la revisión en días de visita en los reclusorios masculinos puede tardar de dos horas y media a tres, por el gran número de visitantes, en Santa Marta no son más de veinte minutos. Pocos quieren acordarse de sus reclusas. Aparentemente tener una presa en la familia es un pecado imperdonable del que mejor no hay que hablar. En cambio un hombre que está internado requiere y demanda todo el apoyo de sus familiares, empezando por el de su mujer, que está dispuesta a hacer cola durante horas en el reclusorio para visitarlo, llevarle comida, entretenerlo y en una de ésas, hasta contrabandear un teléfono celular. Un delito por el cual también pueden llevarla a la cárcel.

Durante el día, en Santa Marta el continuo movimiento en escaleras y corredores de mujeres en uniforme evoca la atmósfera de una secundaria femenina: ruidosa y dicharachera. La imagen se desvanece cuando se llega a los espacios sombríos de las gargantas que forman el laberíntico diseño del penal; los poderosos y estremecedores chiflidos con que se comunican a larga distancia las reclusas también nos devuelven al escenario real de su vida cotidiana. Las mujeres de Santa Marta fueron desalojadas de las instalaciones que ocupaban para resolver la sobrepoblación de los reclusorios masculinos de la ciudad, no necesariamente para mejorar sus condiciones de vida. Mientras la penalización de la complicidad sea equivalente a la de la autoría del crimen, es previsible que el número de internas siga la curva ascendente que ha mantenido en los últimos cinco años. La discriminación siempre encuentra nuevas formas, pero el origen sigue siendo el mismo: la vara con que se mide la virtud de las mujeres es mucho más alta que la que se aplica a los hombres, a los que todavía mucho les perdonamos porque son seres por naturaleza moralmente débiles, o porque "son como niños". Una excusa que se aplica por igual a feroces asesinos, violadores o simples rateros que tuvieron la desgracia de tener una mala madre.

(En reconocimiento a la Fundación Televisa que trabaja por el mejoramiento de la condición de las reclusas de Santa Marta Acatitla)

 
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