Democracia y gobernabilidad
Vastas zonas de la República parecen auténticos territorios liberados por el crimen organizado. Las balaceras cruzadas entre maleantes, y de éstos con las policías, se han vuelto panorama corriente en la nota roja y, en repetidas ocasiones, ya sea la violencia ejercida, el número de victimas, las armas usadas o los sitios donde tales matanzas se llevan a cabo, los hacen saltar a la primera plana de diarios, se destacan con alarma en la radio y los noticieros de la televisión les dedican crecientes espacios. Pero el súbito descubrimiento de los 44 individuos secuestrados en Nuevo Laredo marca una nueva etapa no conocida en México. El que esos prisioneros sean posibles delincuentes no disminuye la importancia del suceso delictivo de retenerlos en casas de seguridad. Al contrario, bien puede presentar los contornos de un fenómeno de especial gravedad por sus consecuencias en la misma capacidad oficial para dar vigencia al Estado de derecho, basamento de la gobernabilidad.
Si lo que acontece en Nuevo Laredo fuese un hecho aislado ya sería digno de especial análisis y consideraciones. Pero no lo es. Se adjunta a toda una región fronteriza bajo asedio del crimen organizado que ha tironeado la misma relación con el gobierno de Estados Unidos. Las autoridades siguen afirmando que todo está bajo control, que no se ha perdido la batalla, sino que, al contrario, el narcotráfico está siendo asfixiado y por eso mismo reacciona con desesperación. Nada más alejado de la realidad. Los secuestrados de Nuevo Laredo son una prueba tangible de la magnitud y los alcances de la impunidad, de la organización alcanzada por las pandillas y de la connivencia con las autoridades locales, una ominosa realidad que se extiende por el país. El descuido, la incapacidad de las autoridades, su falta de oficio y preparación, la astringencia de los recursos disponibles o la deficiente organicidad y tecnología de los cuerpos represivos es una parte del problema. Pero el silencio cómplice de la sociedad o, al menos, la ausencia de respuestas efectivas para defender su propia seguridad (voto de castigo) y hacer válida la convivencia cotidiana es la otra cara de la moneda.
No es para nada ocioso, sino urgente, la revisión cuidadosa de las condicionantes, de las trabas, de las carencias que apresan a los gobernantes actuales y que les reducen sus márgenes de acción hasta hacerlos caer en abierta parálisis o los llevan a francos retrocesos que, al final, afectan el desarrollo de la sociedad. Trátese de procesos electorales, donde pueden observarse crecientes deformaciones en las que debían ser reglas indiscutidas para normar la competencia por el poder público.
El dispendio de recursos (estado de México) que imposibilitan el juego electoral equitativo alienta la rivalidad desleal y conduce al uso de los aparatos de gobierno a plena luz del día. Ante ello, no hay autoridad que haga prevalecer las sanas reglas del juego. La ciudadanía entra entonces en un estado de choque, de indefensión que la inmoviliza, pues sus mismos encargados de arbitrar la contienda se transforman en parte activa del problema. Trátese también de la relación entre los poderes de la Unión que terminan en controversias y pleitos inacabables o en decisiones que ofenden el sentido de la justicia (Fobaproa) popular. O trátese en fin de los solicitados acuerdos interpartidarios para agilizar el trabajo del Congreso y su habilidad para generar leyes que perfeccionen la vida institucional. En todos y cada uno de esos órdenes de gobierno, las carencias, olvidos o francas tropelías merman la habilidad de las autoridades para ejercer sus funciones y se van divorciando de una sociedad que les pierde respeto.
Una revisión cuidadosa de la actualidad resalta, de inmediato, el déficit que todo lo anterior arroja sobre el avance democrático del país. Más todavía cuando se observan las tendencias concentradoras de la economía que, paso a paso, con fiereza constante, marchan, con destreza inigualable, hacia mayores disparidades en el ingreso y el consiguiente empobrecimiento de las mayorías. Este solo hecho concentrador de la riqueza es una amenaza continua, mayúscula, sobre la equidad. Equidad que debe materializarse en el acceso de las mayorías a los bienes disponibles. La desigualdad resquebraja el que debía ser sólido pilar de la democracia: la sociedad igualitaria.
Al generar núcleos de poder económico desproporcionado se abren los espacios para que, a través de ellos, se consolide una plutocracia activa, reactiva, abusiva y onerosa. Y ésta es una constante en el México de hoy. La influencia de los grupos de presión (Iglesia, medios de comunicación) basta para neutralizar al aparato legislativo. La cuenta regresiva que presentan las fracciones partidarias en el Congreso, cuando éstos chocan con poderosos intereses creados, es prueba adicional de la escasa gobernabilidad que aún se mantiene en México. Sin embargo, la sociedad genera en varios momentos de su desarrollo la fuerza para manifestarse, para hacerse oír y participar en la conformación del presente y el futuro del país.
Las movilizaciones recientes por la seguridad y contra el autoritarismo de ciertas esferas de poder con motivo de la pretendida inhabilitación del jefe de Gobierno dan esperanzas en la apertura de canales y el planteamiento de salidas a las tribulaciones que aquejan a la ciudadanía. Habrá que tomarlo así, como una esperanza.