La victoria de los vencidos
Existe una fotografía tomada por Arnold Newman que retrata la tristeza tardía de un furioso luchador que lleva años de sentirse derrotado: George Grosz, el artista berlinés que prendió fuego en los ojos de la Europa urbana durante los roaring twenties. Para 1942, cuando fue captado en la foto, él ya vive en su exilio americano y la guerra de los alemanes ha alcanzado su clímax de horror y barbarie. Grosz tiene 49 años, y aunque sigue creando tintas y óleos notables, ya no es ni la sombra de lo que fue. Sencillamente porque el mundo donde él era ha dejado de existir. Por completo.
No fue profeta ni pretendió serlo, pero resultando una de las inteligencias que leyeron desde el primer instante con rapidez y claridad lo que ocurría en Alemania, no pudo sino ser pesimista durante el ascenso del nazismo. Humor no le faltó, fue un gran caricaturista, un satírico titánico a la altura de Karl Kraus, y un reportero gráfico en la tradición de Goya y Daumier. Sólo que se daba cuenta demasiado, tan terrible la lucidez de su denuncia que más que atributo parecía una maldición.
Nacido en 1893, quedó atrapado como conscripto en la estúpida primera guerra mundial desde 1914 y se asqueó de inmediato. Europa seguía en su orgía de sangre (la sangre de sus jóvenes) cuando Grosz retornó a su ciudad, enfermo y quebrado. Comenzó a pintar, dibujar, grabar y reventar las imágenes de la matanza y las del mundo hipócrita y burgués que la hacía posible. Y enseguida las del universo proletario, el prostibulario, el burocrático. La calle.
Iba rápido. En 1918 Alemania casi tuvo una revolución. Siendo el menos dadaísta del grupo Dadá, fundado al año siguiente, y sin embargo el más radical y consistente, Grosz ingresó al Partido Comunista en 1922, viajó seis meses por la Unión Soviética, y para 1923 había dejado el partido pues lo que encontró en la patria de la revolución leninista lo decepcionó por las mejores razones. El creía ante todo en la libertad. En 1924 se unió al Grupo Rojo de Berlín, formado por los artistas más radicales de la hora más radical que ha vivido la izquierda alemana.
Como recuerda Stephanie Barron en su imprescindible Arte degenerado: el destino de la vanguardia en la Alemania nazi, Grosz se consideraba en primer lugar un propagandista de la revolución social. Lo llamaron "el verdugo del arte más rojo". Ya en 1925 tenía bien medido al aún pequeño señor Adolf Hitler, que había salido avante de la cárcel y el juicio de donde lo salvaron los generales prusianos. Lo "vio" antes que muchos de sus compatriotas. Entonces lo retrató célebremente como un payaso vestido con piel de oso y una suástica tatuada en el brazo.
El ascenso del payaso (resistible, en términos brechtianos) resultó inevitable. Tan pronto como 1929 el país se había hundido en la derecha por completo y el antes wunderkind Grosz era tildado de anacrónico, fuera de época, casi loco. La prensa cultural protonazi lo calificó de destructor, enfermo mental, enemigo del pueblo, fanático. Los burros fascistas hablando de orejas. Nadie imaginaba lo que vendría.
En 1932 recibió la invitación para dictar un curso en Estados Unidos y no dudó un instante en aceptar. Al año siguiente volvió a Berlín, encontró su casa saqueada por la Gestapo, y regresó de inmediato a Norteamérica. No es de extrañar que se convirtiera en la estrella favorita de las exposiciones que montaría Joseph Goebels en 1933 como preludio del "auto de fe" que se avecinaba. Grosz tuvo el raro privilegio de que sus enemigos colgaran, como basura, ¡285! obras suyas. Si los fascistas eran una obsesión para Grosz, él no lo fue menos para ellos.
Las bolas de fuego venían grandes. Si bien nunca abandonó la resistencia, pronto comprendió que Alemania estaba perdida y en 1938 adquirió la ciudadanía estadunidense. Su arte ya no fue de combate; su sátira derivó a la visión de los vencidos. Y eso que ni siquiera había empezado la Shoa. Pero nunca dejó de participar en la resistencia antinazi en el exilio estadunidense (co-mo Anna Seghers y Egon Kirsh lo hacían desde México). Luego padeció el acoso del macartismo.
A diferencia de muchos paisanos suyos, nunca se "halló" en la cultura de Estados Unidos. Se hundió en un reblandecimiento de sobreviviente, "infatuado" de la vida cómoda y vacía, como se dibujaba y describía a sí mismo. En 1958 viajo a Alemania y en 1959 intentó su retorno a Berlín, sólo para morir semanas después en un accidente tan estúpido como las guerras que había librado. Aún tuvo tiempo de conceder una entrevista radial a la Rundfunk donde confesaba: "Cuando Hitler tomó el poder me invadió ese sentimiento del boxeador que sabe que ha perdido la pelea. Nuestros esfuerzos por detenerlo habían sido inútiles."
Esto es lo que refleja el retrato de Newman. En una composición bastante dadá, la imagen consiste en varias figuras aleatorias: una cabeza de muñeca, un modelo anatómico masculino, una mujer de yeso, desnuda y mutilada como la Venus de Milo (su sensual derrière ocupa el centro de la foto). En la esquina superior izquierda, un modelo en yeso de la oreja de Grosz. En la esquina inferior derecha el rostro del artista, que apoyado en el pecho de la muñeca mira a una distancia imposible con los ojos abiertos, introspectivos, hermosos, de una inmarcesible tristeza.
Hoy sabemos que el hombre fue derrotado. También que su obra, violenta, expresiva y con frecuencia muy sensual, es la de uno de los grandes artistas del siglo XX y puede, como pocas, cantar victoria.