Usted está aquí: domingo 26 de junio de 2005 Política MAR DE HISTORIAS

MAR DE HISTORIAS

Cristina Pacheco

Los adioses

Cuando nos informaron que tendríamos que desocupar El Avispero a finales de septiembre, doña Celia me pidió que la ayudara a encontrar un asilo. Le agradecí la confianza pero me negué con el pretexto de que tengo mucho trabajo, al grado de que ni siquiera he tenido una hora libre para pensar dónde viviré.

Doña Celia insistió y tuve que decirle las verdaderas razones de mi negativa:

Comprenda que es una responsabilidad muy grande. Para dejarla en un asilo tendría que estar segura de que allí la tratarán bien y le darán la atención médica que usted necesita.

Me respondió que precisamente por el asma no se atrevía a salir sola a la calle. Le pregunté por su familia, con la esperanza de que existiera una hermana, una prima o una sobrina con quién irse a vivir. Negó con la cabeza. Pensé en Amalita:

Ella también está sola. ¿Por qué no le propone alquilar un cuarto para las dos?

Doña Celia se quedó pensando. Interpreté su silencio como prueba de que mi sugerencia le parecía buena, pero necesitaba asegurarme:

Si está de acuerdo, de una vez voy y hablo con Amalita.

Iba a salir del 709, pero doña Celia me detuvo:

Tal vez podamos vivir juntas. Lo imposible es que muramos al mismo tiempo. Una de las dos se adelantará en el camino. La otra se quedará sola, contemplando el cadáver, respirando su olor, viéndolo corromperse hasta que alguien por casualidad o atraído por la fetidez suba al cuarto y la auxilie. Se cubrió la cara con las manos: No tendría fuerzas para soportarlo.

Me sentí culpable ante doña Celia por haberle despertado pensamientos tan horribles. Le pedí perdón y le juré que la ayudaría a buscar un asilo. Gracias a la intervención del padre Castorena conseguimos uno atendido por monjas. El lunes recibimos la noticia. Enseguida les avisé a todos los inquilinos de El Avispero que le haría una despedida a doña Celia. Prometieron acompañarnos un ratito, pero a la hora de la hora nadie llegó.

Por más esfuerzos que hice no logré controlarme y protesté ante el desaire. Celia me dijo que era lo de menos, más la mortificaba el gasto que yo había hecho en la gelatina y la ensalada de salchicha. Hice tanta que Rambo, Killer y yo la hemos comido toda la semana.

La única ventaja fue que como no necesité cocinar ayudé a doña Celia a meter sus cosas en cajas de cartón. La ropa de cama estaba toda rota y, con el pretexto de que en el asilo iban a darle sábanas y cobijas nuevas, la convencí de que me permitiera regalarla en el albergue. Está inservible y ni allí me la aceptarán, así que pienso ponerla en la jaula de Rambo y Killer para que jueguen: les encantan las garras.

Los vestidos de doña Celia no estaban en mejores condiciones. Sin embargo, no aceptó deshacerse de ninguno porque todos le traían recuerdos. Conforme yo iba doblándolos ella me daba explicaciones, como si estuviéramos haciendo recorrido turístico:

Con ese camisero asistí a mi primera clase en una academia de taquigrafía. Aquel conjunto sangre de pichón era de mi madrina Esperanza: me lo prestó para que fuera a buscar trabajo pero ya no se lo devolví. Cuando me vio descolgar del ropero un vestido de tul color turquesa, se alteró: ¡Cuidado! Que no se vaya a maltratar. Lo quiero mucho porque me recuerda a mi hermano Gonzalo: él me lo regaló con tal de que lo acompañara a un baile de fin de año en su trabajo.

Gonzalo se enteró de que sus compañeros asistirían con sus esposas o con sus novias. Le dio vergüenza presentarse solo y me hizo pasar por su mujer. Todos, hasta los jefes, decían: "¡Qué bonita pareja!" En el momento en que fui al baño las señoras me preguntaron si Chalo y yo teníamos hijos. Respondí lo primero que se me ocurrió: "Unos gemelitos".

Más tarde, mientras bailábamos, puse a mi hermano al tanto de mi mentira. Me respondió. "Me gustaría que todo fuera verdad". No me atreví a pedirle explicaciones y ya nunca tuve oportunidad de hacerlo. Un amigo le ofreció trabajo en una procesadora en Monterrey. La mañana en que nos despedimos, Chalo me dijo que si lo invitaban a otro baile me mandaría llamar para presentarme como su esposa.

No cumplió su promesa: murió en un accidente casi al año de vivir en Monterrey. Al principio, Chalo nos escribía por lo menos una vez a la semana. En las cartas siempre nos contaba de sus viajes a Saltillo y de lo bonito que era atravesar el desierto en la noche, bajo el cielo inmenso, estrellado.

Le pregunté a doña Celia si guardaba las cartas de su hermano. En vez de responderme siguió recordando:

Luego dejó de escribirnos, pero de vez en cuando nos hablaba por teléfono en la tardecita, a la hora en que mi padre nunca estaba en la casa. Al final de la plática siempre me decía lo mismo: "¿Guardas el vestido que te regalé? Acuérdate de que en cualquier momento vamos a necesitarlo". Yo sabía que era más que una broma, un imposible, pero me ilusionaba la posibilidad de repetir la travesura, de hacerme cómplice otra vez de Gonzalo.

Doña Celia se me acercó, me quitó el vestido de las manos y lo acarició:

El tul es muy delicado y, sin embargo, vea: no tiene ni una desgarradura. En cambio, la vida de mi hermano se hizo pedazos en una carretera. Iba con un amigo. Cuando nos lo avisaron sólo pensé en el cielo inmenso, estrellado y en el silencio que Gonzalo adoraba. Mi padre nos prohibió asistir al entierro. Mi madre se doblegó sin protestar. Yo lo hice y mi padre, enloquecido, abrió el cajón donde teníamos las cartas de mi hermano, las hizo pedazos y después las quemó. Doña Celia se acercó para hablarme al oído: Ese pequeño fuego consumió también el amor por mis padres. Se lo dije a él en su lecho de muerte. ¿Piensa que fui malvada?

Doña Celia enrojeció. La oí jadear, vi sus ojos desorbitados y escuché su tos desgarrada. Señaló hacia la repisa donde tiene su inhalador. Aspiró dos veces y cayó en una silla. Después de unos minutos escuché su voz opacada por la dificultad de respirar:

He podido vivir sola, pero no resistiría morir sola.

Le aconsejé que no se inquietara por eso:

El asilo de Santa Inés tiene 70 cuartos, así que no será compañía lo que le falte.

Se aferró a mi vestido y levantó la cabeza hacia mí:

Tengo que pedirte otro favor, será el último: que me acompañes hasta allá. Promete que lo harás, aunque nunca vuelvas a visitarme. Es que no quiero imaginarme en la sala, en el jardín o junto a la reja del asilo mirando a todos lados con la esperanza de verte aparecer. No lo resistiría otra vez.

Me pareció que doña Celia estaba dramatizando:

¿Otra vez? Que yo sepa, usted nunca ha estado en un asilo.

Se miró las manos:

Pasé casi un año esperando que Gonzalo me pidiera que jugáramos otra vez a que yo era su esposa.

Apenas me atreví a preguntar:

¿Usted estaba enamorada de su hermano?

Mis palabras no la extrañaron:

Tal vez. Pero más bien creo que ansiaba prestarme a su juego para hacerlo sentir bien, descargarlo de culpas, meterlo -aunque sólo fuera por una noche de fiesta- en la vida que jamás podría tener. Adivinó mis dudas. ¿Por qué estoy tan segura? No lo sé, aunque me lo he preguntado muchas veces. Llegué a imaginar que encontraría la respuesta en el desierto y pensé en ir hasta allá. Cuando era muy joven no tuve dinero para hacerlo y después no tuve tiempo. ¿Piensas, como yo, que me faltó valor?

Desvié la vista. Vi que todo estaba empacado, excepto el vestido de tul. Le recordé a doña Celia que nos esperaban en el asilo a las ocho de la mañana y me despedí. En el corredor me sorprendió un relámpago: anhelé que la lluvia inundara El Avispero y ahogara todos los recuerdos.

 
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