Usted está aquí: sábado 25 de junio de 2005 Opinión La gestación de la crisis de seguridad

Jorge Carrillo Olea

La gestación de la crisis de seguridad

De siempre la seguridad pública se manejó de manera convencional: un militar de confianza a la cabeza y compras periódicas de equipo. La sociedad no mostraba tampoco mayores exigencias. Fue en el sexenio de José López Portillo cuando ciertos hechos simbólicos manifestaron una descomposición inaceptable: la completa colusión de la Dirección de Investigación para la Prevención de la Delincuencia (DIPD) con el hampa; el incremento del delito común; la corrupción de la Dirección Federal de Seguridad (DFS) y hechos tan alarmantes como la aparición de una docena de cadáveres en el río Tula, donde desagua el drenaje profundo. El responsable a la luz pública, señor Arturo Durazo, jefe de la policía del Distrito Federal, quedó impune.

Estos hechos sí irritaron poderosamente a la sociedad, lo que obligó a la siguiente administración a tomar medidas correctivas importantes: se hizo desaparecer 10 cuerpos policiacos inconstitucionales de diversas secretarías, así como la DIPD en 1983 y la DFS en 1985. Se estableció un Programa Nacional de Seguridad Pública en 1986 que pretendía institucionalizar estos servicios.

El programa demandaba gran esfuerzo nacional de formulación de ideas, como el que se ha dado en la creación de las grandes instituciones. Que tuviera sus momentos fundacionales, pero también sus tiempos de maduración y de perfeccionamiento. Con una visión más corta seguiríamos debatiéndonos entre la crítica, la desesperanza y a veces el dolor.

Un enfoque tan limitado como el mencionado lo padecieron Zedillo, Fox y sus secretarios, y creyeron que era posible ignorar logros que se venían alcanzando de tiempo atrás. Ellos no entendieron la magnitud del problema o acudieron a la costosa fórmula del revisionismo como forma de gobernar.

En materia de prevención del delito acabaron en su esencia con el Programa Nacional de Seguridad Pública, al que cambiaron de nombre y lo redujeron a una entidad financiera, administradora de recursos, perdiendo su calidad promotora y normativa. Hubo un propósito simplificador, no de perfeccionamiento.

De esta misma manera y como consecuencia, paulatinamente los programas estatales que llegaron a ser instrumentos de planeación respetables fueron abandonados también por falta de sensibilidad de quienes eran los responsables. La autoridad federal no se percató de tal abandono. Es en esos espacios locales donde reside el problema en su mayor crudeza; es el delito común el que más lastima a la sociedad, el robo, el asalto, lesiones, violaciones, homicidios. El delito federal es más espectacular, pero menos lesivo socialmente hablando.

En esas dos administraciones federales se dijo no al desarrollo de la inteligencia criminal, no más academias estatales o municipales, no más progreso tecnológico, no más desarrollo de recursos humanos. El proyecto de la Academia Nacional de Policía, destinada a formar cuadros medios, superiores y especialistas, fue abandonado. Sus campus en Hermosillo, Guadalajara, Puebla y Veracruz sólo quedaron en la identificación de los terrenos en que se erigirían.

La integración de un sistema nacional de inteligencia criminal se redujo a la creación del Centro de Planeación para el Control de Drogas (Cendro) en 1991, que en la administración de Zedillo fue deformado y entregado a la Secretaría de la Defensa Nacional con la declaratoria de no saber cómo manejarlo. En una confusión total, se adjudicaron al Centro de Investigación y Seguridad Nacional (Cisen) responsabilidades de inteligencia y de operaciones antinarco con el gravísimo riesgo de contaminarlo, como a su antecedente: la DFS.

La creación de la Secretaría de Seguridad Pública del gobierno de Fox fue un recurso de irresponsabilidad cosmética de principios de administración. No tuvo más efectos que levantar una esperanza que resultó fallida. Los gobiernos estatales siempre mímicos, siempre queriendo emular al federal, más para agradar al César que sabiendo lo que hacían, inmediatamente crearon sus propias secreta-rías. También tuvieron como único efecto hacer creer a la sociedad que por esa vía la situación mejoraría.

En el terreno de los hechos esta situación de simulación produjo lucha por el poder y dispersión de esfuerzos, ya que a las áreas de gobierno se les estaba sustrayendo uno de los mecanismos -el uso de la fuerza- para hacer valer la ley. Por su parte, las nuevas secretarías carecían de orientación política en su quehacer diario que las llevó a alguna de dos situaciones:

Una, la del enfrentamiento con el área política y con la procuración de justicia por percepciones diferentes del fenómeno o por frecuentes invasiones de funciones. Otra, un sometimiento de facto al área política, esto es que la división de una función en dos secretarías resultó en simple simulación.

Desde cualquier perspectiva que se analice, la creación de dichas secretarías fue un acto de irresponsable e irrespetuosa cosmetología; se multiplicaron gastos, se dividieron esfuerzos y la prevención del delito sufrió notablemente en su eficiencia y, por si fuera poco, ahora pretenden crear una Secretaría del Interior.

El Programa Nacional para el Control de Drogas (1991) fue la guía de trabajo de gobierno y sociedad para la atención integral de esa problemática. Incorporaba esfuerzos de 10 secretarías de Estado y a la Procuraduría General de la República, y coordinaba los trabajos de los estados en la materia. Operó satisfactoriamente cuatro años. Los gobiernos de Zedillo y Fox expidieron vía decreto sus equivalentes programas, fueron copias fieles del documento original, pero nunca tuvieron vigencia.

El Instituto Nacional para el Combate a las Drogas (1993) enfocaba el problema integralmente, desde la prevención y tratamiento de las adicciones, la producción de enervantes, su tráfico y distribución y última comercialización, y otros delitos asociados, como el tráfico de armas y lavado de dinero. Se sumaba en este esfuerzo a 10 secretarías de Estado. Fue desaparecido y sustituido con una fiscalía especial perdida en la burocracia de una subprocuraduría. Las secretarías coadyuvantes lógicamente abandonaron todo esfuerzo concertado.

Estas son a vuelapluma algunas de las razones fundamentales para el profundo deterioro que hoy presentan las instituciones que debieran prevenir el delito y perseguir su consumación. El deterioro ha sido ya muy largo; han desaparecido instituciones, otras han tenido preocupante debilitamiento; la conclusión es que hoy los sistemas de prevención y persecución del delito son absolutamente ineficientes y registran los más altos grados de corrupción.

Se despreció lo ya hecho. A pesar de las crisis económicas por las que pasó el país, el modelo era un sistema montado metodológicamente, que tenía expectativas de ser una respuesta eficaz y por su solvencia sería respetado y apoyado. No fue así, se le hizo desaparecer en partes, se le fracturó y se le inutilizó. Las consecuencias están a la vista. Se agrava la situación y se responde otra vez con improvisación.

¿Es posible componer esta situación? La respuesta es sí, y urgentemente. ¿Cómo hacerlo? En principio reconstruyendo lo que fue destruido, reviviendo los proyectos y adecuando todo a las actuales circunstancias, pero, sobre todo, comprometiendo pública, solemne y enfáticamente que se le dará toda la atención y apoyo que esta gran tarea nacional demanda por una década olvidada.

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