Suspensión de garantías
Las consecuencias más notables de la blanca marcha contra la inseguridad han sido, hasta ahora, la celebración de un gran torneo demagógico y la suspensión del artículo 16 de la Constitución que garantiza, paradójicamente, el derecho a la seguridad personal. En el torneo participan toda clase de actores políticos pero ha tenido un papel relevante, como corresponde a su investidura, el Presidente de la República, quien ha convocado a la renovación de los sistemas de seguridad y ofrecido recursos a los estados y municipios para combatir el crimen.
Sin embargo, el acto central del programa consistió en la creación de un comando regional contra la delincuencia que agrupa a siete entidades federativas y que tuvo a su cargo el memorable operativo del martes 13 de julio, toco madera, en el que participaron 25 mil policías que llevaron a cabo unas 18 mil revisiones y detuvieron a varias decenas de sospechosos que, en calidad de tales, fueron a dar al deportivo Plutarco Elías Calles. Las fotografías que dan cuenta del hecho muestran a policías con metralletas registrando a varios descamisados con las manos en alto sobre un muro, en situación que evoca, de forma irremediable, el estadio de Santiago de Chile en las horas más gloriosas de Augusto Pinochet.
A pesar de su trascendencia jurídica y política, el episodio pasó casi inadvertido, lo que prueba, a mi juicio, el menosprecio generalizado que nos merece la ley, así como el avance de una cultura de la violencia que considera la represión como una panacea para resolver cualquier problema. De una cultura que hoy alienta la pena de muerte y que mañana podría patrocinar ejecuciones extrajudiciales y escuadrones de la muerte.
Esta violación masiva de los derechos humanos constituye un verdadero monumento a la ilegalidad, porque se presenta no como hecho aislado y vergonzoso, sino como proyecto piloto de una política que aprueban el gobierno federal, algunos gobiernos locales y, debe decirse, una buena parte de la opinión pública. Es prueba, además, que existe una especie de acuerdo social para banalizar el tema de la delincuencia, para convertirlo en una película de policías y ladrones, y consolidar así una relación perversa entre la oferta gubernamental y la demanda popular de acciones represivas.
Saben los participantes de esta farsa que el aumento de las acciones policiacas no incide de modo relevante en el descenso de los índices de criminalidad, y que tal objetivo sólo puede alcanzarse con programas preventivos y a partir de una política económica que satisfaga las necesidades esenciales de la gente en materia de empleo, vivienda, salud y educación. Es una verdadera lástima que las medidas propuestas por los criminólogos no tengan buena cotización en el mercado electoral.
Aparte de su ineficiencia, la política de retenes y redadas plantea varios problemas lógicos y morales. Tiene el mérito, sin embargo, de haber universalizado y exaltado la figura del sospechoso hasta el límite de la metafísica sin decirnos, en una búsqueda que involucra a miles de personas, cómo se distingue a uno que lo es de otro que no lo es. ¿Acaso la intención es atrapar individuos con alguna marca satánica o con rasgos lombrosianos? ¿Acaso resulta más fácil y más convincente reconocerlos por su grupo étnico y por su mal gusto para vestirse? ¿Acaso resulta simple oportunidad para dar salida a nuestros soterrados sentimientos racistas y clasistas? La teoría del sospechosismo es el equivalente vernáculo de la guerra preventiva de George W. Bush. Conviene atacar al enemigo para anticiparse a su ataque y antes aun, si fuera necesario, de identificarlo. El mejor sospechoso es, sin duda, el sospechoso muerto.
Si el Presidente de la República considera que la gravedad de la crisis amerita acudir a medidas extremas no es necesario violar la Constitución, sino solicitar al Congreso la suspensión de garantías prevista en su artículo 29, conocida en otros sistemas con el nombre más alarmante de "estado de excepción" o "estado de sitio". Esta medida procede "en los casos de invasión, perturbación grave de la paz pública o de cualquier otro que ponga a la sociedad en grave peligro o conflicto", lo que quiere decir que nuestra ley fundamental se detiene ante las peores hipótesis y nos ofrece los medios para preservar el estado de derecho.
Pero si se trata de articular una genuina y convincente lucha contra el crimen, nuestras autoridades competentes debieran plantearse tres objetivos inmediatos: someterse ellas mismas al riguroso cumplimiento de la ley, impulsar una reforma que simplifique nuestro laberíntico sistema de justicia, y destruir el monstruoso y estable matrimonio entre los criminales de antifaz y los criminales de uniforme.