Usted está aquí: domingo 19 de junio de 2005 Opinión La verdad sobre mi mujer

George Simenon

La verdad sobre mi mujer

Ampliar la imagen El autor, George Simenon FOTO Jerry Bauer

Un matrimonio en apariencia perfecto. Un domingo tranquilo en una finca veraniega. Un poco de arsénico y Georges Simenon da a su lector los elementos para una novela policiaca en la que no interviene su célebre personaje, el inspector parisino Jules Maigret, al que su obra literaria se encuentra asociada de manera inseparable.

Para muchos críticos la presencia de Maigret en gran parte de sus novelas, unas 80, ha opacado hasta cierto punto al resto de sus libros, cuyo número supera la centena y ocupa géneros como autobiografía y cuento.

Maigret, aparecido por primera vez en 1929 en Pedro el letón, es el héroe que siempre encuentra a los responsables de los crímenes gracias a su intuición y la capacidad de análisis de los motivos sicológicos de los delincuentes.

Sin embargo, esta sagacidad detectivesca se encuentra de manera espontánea en otros de sus libros policiacos como El hombre que miraba pasar los trenes, Carta a mi juez, Tres habitaciones en Manhattan, En caso de desgracia, Extraños en la casa o La habitación azul, que llegó al cine mexicano en 2002 y que pasó a la historia por la polémica desatada por la colocación de anuncios espectaculares en los que Patricia Llaca, la protagonista, aparecía con las nalgas al aire. La polémica terminó cuando pudorosamente fueron cubiertas para no dañar la moral de automovilistas y peatones.

A esta parte sicológica y policiaca de las obras de Georges Simenon (Lieja, 1903-Lausana, 1989) pertenece La verdad sobre mi mujer (La verité sur Bébé Donger) que apareció originalmente en entregas en la revista Lectures 40 en 1941, y ya en forma de libro en 1942. Diez años después fue adaptada al cine.

En esta novela los protagonistas son François Donge y su esposa Eugènie, a quien de cariño llaman Bébé, y que un domingo cualquiera intenta asesinar a su esposo con arsénico. El marido es llevado de urgencia a un hospital y ella es detenida. El juego de Simenon con el lector es llevarlo a descubrir las causas que indujeron a la mujer a desear la muerte de su marido en una trama en la que François no tiene nada que pedirle a Jules Maigret.

Presentamos, con autorización de la editorial Tusquets, un fragmento del primer capítulo de este libro

Ericka Montaño Garfias

Dos hermanos y dos hermanas se habían convertido en matrimonios por obra del destino. En la ciudad la gente los llamaba "los hermanos Donge". Tanto daba a cuál de los dos hubieran visto, o con cuál hubieran hablado. François y Félix parecían gemelos, aunque se llevaran tres años. Félix, como su hermano, poseía la famosa nariz de los Donge. Su estatura y su corpulencia eran idénticas. Vestían los mismos trajes, casi siempre en tonos grises.

No necesitaban decirse nada: pasaban toda la semana juntos, trabajaban en el mismo negocio, en los mismos talleres, en los mismos despachos, veían a las mismas personas y les preocupaban las mismas cosas. Tal vez Félix tenía menos carácter que François. Y en los detalles se notaba que François era el que mandaba.

Sin embargo, Félix se había casado con la vivaracha Jeanne, quien entre plato y plato encendía un cigarrillo, pese a la mirada desaprobadora de su madre.

-Bonita educación les das a tus hijos.

-¿Crees que Bertrand no fuma a escondidas? -le contestó Jeanne-. Anteayer lo pillé sisando cigarrillos de mi bolso.

-Si te los hubiera pedido, no me los habrías dado -replicó el niño.

-¿Lo oyes?

La señora D'Onneville se limitó a suspirar. No tenía nada en común con los hermanos Donge. Había pasado la mayor parte de su vida en Estambul, donde su marido era director de los diques. Allí vivió en un ambiente refinado, entre diplomáticos y personalidades que estaban de paso. Aquel mismo domingo iba vestida como si tuviera que asistir a un almuerzo en alguna embajada de la bahía de Terapia.

-¡Marthe! Sirva el café y los licores en el jardín -ordenó Bébé.

-¿Podemos jugar al tenis? -preguntó Bertrand-. ¿Un partido, Jacques?

-Cuando hayáis hecho la digestión -intervino la madre-. Primero dad un paseo. Además, hace mucho calor.

Los sillones de rota y la tumbona estaban a la sombra de un gran toldo naranja; el camino de ladrillos era de un rojo intenso. Jeanne eligió la tumbona y se acomodó. Encendió otro cigarrillo y empezó a lanzar bocanadas hacia el cielo, que iba tornándose de color violeta.

-Félix, ¿me sirves una copa de licor de endrina? -le pidió a su marido.

Para ella, los domingos en La Châtaigneraie olían a licor de endrina, del que tomaba dos o tres copas después de comer.

Bébé Donge iba llenando las tazas de café, que alargaba a cada uno.

-Mamá, ¿un terrón de azúcar? ¿Y tú, François? ¿Dos? ¿Quieres aguardiente, Félix?

Hubiera podido ser una hora lánguida de un domingo cualquiera. Las moscas volaban y ellos intercambiaban frases perezosamente. La señora D'Onneville hablaría de sus inversiones.

-¿Dónde están los niños? ¡Marthe! Vaya a ver qué hacen.

Al rato los dos hermanos se dirigían a la pista de tenis, y hasta el final de la tarde se oiría el ruido seco de las pelotas al golpear las raquetas. De cuando en cuando se veían pasar cabezas por encima del seto: seguramente eran ciclistas, porque desde ahí no veían a los peatones, sólo se escuchaban sus voces.

Pero las cosas no sucedieron así. Hacía poco menos de una hora que habían tomado el café cuando François se levantó y se dirigió a la casa.

-¿A dónde vas? -inquirió Bébé Donge sin mirarlo.

-Ahora vuelvo.

El hombre avanzaba cada vez más de prisa. Se oyeron portazos y ruidos en el baño.

-¿Anda mal del estómago? -preguntó la señora D'Onneville.

-No lo sé. Normalmente lo digiere todo -contestó la mujer de François.

-Hacía unos minutos que lo veía pálido.

-Pues no hemos comido nada indigesto.

Los niños cruzaron el jardín corriendo. Transcurrieron unos instantes en silencio, y de repente se escuchó la voz de François que llamaba desde el baño:

-¡Félix!

El grito sonó tan extraño que Félix se levantó de un salto y corrió a toda prisa. La señora D'Onneville observó las ventanas abiertas. Dijo:

-¿Qué le pasará?

-¿Qué va a pasarle? -murmuró Jeanne abstraída en el humo del cigarro que se diluía en el color violeta del cielo.

-Parece que estén telefoneando.

Los ruidos de la casa llegaban muy nítidos. En efecto, se oía sonar la manivela del teléfono. Luego Félix hablando:

-¡Oiga! Señorita, sé que la centralita está cerrada, pero es urgente. ¿Puede ponerme con el número uno de Ornaie? Sí, con el doctor Pinaud. ¿Cree que está pescando? Por favor, llámele de todas formas... ¡Oiga! ¿Es la casa del doctor Pinaud? Aquí la Châtaigneraie. ¿Dice usted que ya ha vuelto? Que venga urgentemente. ¡Da igual! Sí, es muy urgente. No hace falta, señora. Que venga como está.

Las tres mujeres se miraron.

-¿No vas a ver qué ocurre? -se extrañó la señora D'Onneville volviéndose hacia Bébé Donge.

Esta se levantó y se dirigió a la casa. Sólo estuvo allí unos minutos, y cuando regresó seguía tan tranquila como de costumbre.

-Están encerrados en el baño. No han querido dejarme entrar. Dice Félix que no es grave.

-Pero ¿qué le pasa? -repuso la madre de ésta.

-No lo sé.

El médico llegó en bicicleta vestido con el traje de tela oscura que se había puesto para pescar. A medida que avanzaba por el camino de ladrillos rojos, se notaba su sorpresa al ver a las tres mujeres sentadas bajo el toldo como si tal cosa.

-¿Ha habido un accidente?

-No lo sé, doctor. Venga conmigo; mi marido está en el baño.

La puerta se entreabrió para dejar pasar al médico, pero se cerró ante Bébé Donge, quien permaneció inmóvil en el descansillo. La señora D'Onneville, exasperada, se había levantado y se paseaba a pleno sol.

-Me gustaría saber qué mosca les ha picado para no decirnos nada. ¿Y Bébé? ¿Qué hace? ¡Tampoco vuelve!

-Cálmate, mamá -protestó Jeanne-. A ver si van a darte otra vez tus mareos. ¿Qué ganas alterándote?

Se abrió de nuevo la puerta del baño. El médico, en mangas de camisa y un tanto agitado, se topó con Bébé Donge, que permanecía de pie en la penumbra, y le dijo:

-Suban toda el agua hervida que puedan.

Bébé bajó a la cocina. Llevaba un vestido de muselina verde claro. Su pelo era de un rubio apagado.

-¡Clo, haga el favor de hervir agua y llevarla al baño!

-He visto llegar al médico. ¿El señor está enfermo?

-No lo sé, Clo. Suba usted el agua hervida.

-¿Hace falta mucha?

-Ha dicho el médico que toda la que se pueda.

La cocinera subió con dos jarros de agua, pero tampoco la dejaron pasar al baño; volvieron a entreabrir la puerta. Con todo, pudo ver el cuerpo tendido sobre las baldosas, o mejor dicho, distinguió las piernas y los pies, lo cual le impresionó más que si hubiera visto un cadáver.

Eran las tres de la tarde. Los niños, que no se habían enterado de nada, acababan de irrumpir en la pista de tenis, y se oía la voz de Jacques, que le decía a su prima:

-Tú no juegas. Eres demasiado pequeña.

Jeannie tenía seis años. Lo más probable era que se echara a llorar y acudiera a quejarse con su madre, quien le contestaría, como siempre:

-¡Apáñatelas, hija! No es asunto mío.

La señora D'Onneville, de pie, escrutaba las ventanas de la primera planta.

-Mamá, ¿puedes acercarme los cigarrillos? -le pidió Jeanne.

En otras circunstancias, la señora D'Onneville se hubiera indignado ante el hecho de que su hija, arrellanada en la tumbona, le pidiera a ella, su madre, los cigarrillos que estaban encima de la mesa. Sin embargo, le tendió la pitillera sin darse cuenta de ello.

Seguía con la mirada a Bébé, que acababa de reaparecer en la entrada y se acercaba con su andar habitual.

-¿Cuál es el problema? -volvió a preguntar la madre.

-No lo sé. Ahora están encerrados los tres.

-¿Y no te parece extraño?

Sólo entonces Bébé Donge hizo un gesto de impaciencia.

-¿Qué quieres que te diga, mamá? Sé lo mismo que tú.

Jeanne se volvió en la tumbona intentando ver a su hermana. Le sorprendía que Bébé alzara la voz, pero como no lograba verla desistió. Ante ella unos geranios de un rojo color sangre contrastaban con el verde del césped. Zumbaba una avispa. La señora D'Onneville, inquieta, lanzó un largo suspiro.

¿Por qué los hombres habían cerrado las ventanas del baño? En cuanto Félix lo hizo, se oyó la voz de François que decía:

-Eso no, doctor.

Las campanas tocaban a vísperas.

 
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