¿Qué PRI gobernaría?
Los electores mexicanos somos votantes conservadores. Nos atraen, sin seducirnos del todo, las promesas de la izquierda, porque somos un pueblo compasivo rodeado de pobreza, pero al mismo tiempo sospechamos de la ultraderecha recalcitrante porque vivimos el predicamento de una religiosidad sui generis acotada por fuertes sentimientos libertarios. La verdad es que no toleramos dogmatismos y somos independientes, parafraseando a Adolfo Aguilar Zinser, "porque no estamos satisfechos con ningún partido político pero queremos participar en política; queremos contribuir a fundar un nuevo régimen".
Quizá el deseo de un mejor sistema de gobierno, aunado a nuestro rechazo del fundamentalismo que ofrecían las derechas y las izquierdas, nos haya impulsado a acudir a las urnas durante la mayor parte del siglo pasado para legitimar a un "partido oficial" sin ideología específica que nos dio paz social y un falso sentimiento de estabilidad (la trillada "dictadura perfecta" de Mario Vargas Llosa); un partido que nos "hablaba al oído" prometiendo (y en muchos casos otorgando) libertad y estabilidad económica.
Es cierto que la libertad llegaba hasta donde comenzaba la oposición al gobierno y que la "estabilidad económica" dependía de subsidios, obras públicas, componendas con grupos de interés y programas populistas que eventualmente nos llevaron a la ruina. Pero el sentimiento de estabilidad y la innegable paz social, además de la posibilidad de participar de las migajas que ofrecía el gobierno a quienes estaban dispuestos a hacerse de la vista gorda, contribuyeron a reprimir la necesidad de optar por un sistema más democrático en un continente plagado de dictaduras militares y golpes de Estado.
"Más vale malo por conocido", decíamos, justificando nuestra irresponsabilidad o indiferencia. Por eso, de cara a 2006, la inclinación a votar por el antiguo partido oficial, y el amplio desencanto con el "gobierno del cambio", pudiesen inducirnos a votar de nuevo por el partido que muchos mexicanos comienzan a identificar como "el partido que sí sabe gobernar": el partido con "oficio político". Así, el PRI de Roberto Madrazo pudiera ser la puerta falsa para quienes rechazan a la derecha pero descalifican a Andrés Manuel López Obrador como candidato de extrema izquierda: "¡la versión mexicana de Hugo Chávez!", comienzan a exclamar algunos empresarios que prefieren el continuismo. Y para quienes rechazan a la ultraderecha, el PRI pudiera ser también una opción aceptable frente a Santiago Creel, que carga cuesta arriba la enorme piedra de su pobre desempeño en la Secretaría de Gobernación, su cercanía con Fox, sus antecedentes porfiristas, su participación (¡siendo abogado!) en la debacle constitucional del desafuero y el fracaso rotundo del "gobierno del cambio". En él pudiera concentrarse, más que en ningún otro candidato, el voto de castigo contra Acción Nacional.
Para muchos, también, el PRI pudiera ser la vacuna contra la parálisis que afectó al gobierno de Vicente Fox, las "faldas" de Marta Sahagún y la creciente ultraderecha que amenaza con dar vida política en cualquier momento al dogmatismo de El Yunque o al fascismo subyacente de la Unión Nacional Sinarquista. Pero quienes caigan en la tentación de regresar al pasado tienen que estar conscientes de que el PRI de 2006 estará muy lejos de ser el instituto político descrito por Octavio Paz como uno de los pilares que constituían "la creencia inmutable del todo mexicano": el presidente de la República y el "partido oficial". Porque la "creencia inmutable" comenzó a desintegrarse en 1969, cuando el PRI dejó de funcionar como plataforma política para impulsar a sus mejores hombres a la Presidencia de la República. A partir de Luis Echeverría todos los candidatos oficiales aterrizarían en Los Pinos a bordo del helicóptero presidencial, en vez de escalar el poder por el escarpado camino de la política electoral. Su designación no solamente rompió el balance histórico reconocido por Paz, sino que continuó (especialmente después del sexenio de Gustavo Díaz Ordaz) el moderno presidencialismo absolutista que habríamos de padecer hasta el fin del sexenio de Carlos Salinas de Gortari. Echeverría resultó un parteaguas de la política nacional, porque inició la tradición de presidentes que asumían el Poder Ejecutivo sin previo contacto electoral con el pueblo, y sin haber utilizado al PRI como plataforma para escalar la Presidencia.
Esa tendencia resultaba inexplicable en un país en el cual el partido oficial había sido la piedra fundamental sobre la que descansaba nuestro remedo de democracia: ¡la única institución que servía de contrapeso al poder presidencial! Con el tiempo, la tendencia desconectó del partido y del pueblo al presidente, creando un vacío democrático que se llenó de gases venenosos. Los electores deben entender que el PRI que pudiera llegar al gobierno en 2006 sería el PRI personal de Roberto Madrazo, y no el partido perfeccionado por Lázaro Cárdenas que gobernó con resultados satisfactorios hasta la represión de 1968.
En memoria de mi amigo Adolfo Aguilar Zinser