Obesos, débiles, enfermos y sobre todo mansos resultaron los novillos de Sergio Rojas
Paul Cortés ratificó su talento y Ernesto Sánchez gustó al público de la México
El debutante alborotó a los tendidos pero salió entre abucheos por matar de bajonazo
De manera sorpresiva, más de 5 mil personas acudieron ayer a la Monumental Plaza Muerta (antes México) atraídas por el novillero mexiquense Paul Cortés, quien después de cortar sendas orejas hace ocho y quince días, hizo el paseíllo por tercer domingo consecutivo y corroboró las virtudes y talentos de su aguda inteligencia taurina -valor, clase, ritmo, temple, mando, capacidad de improvisación y un estoque desbordante de eficacia-, pero en esta ocasión los papelitos mágicos del sorteo le depararon el peor lote del encierro y fue su paisano, el también mexiquense Ernesto Sánchez, ligeramente más joven que él, quien logró emocionar al público y llevarse el gato al agua.
Durante la tercera función de la temporada aun más chica del año en curso, la empresa consiguió seis cornúpetas de la ganadería zacatecana de Sergio Rojas, los cuales, pese a que tenían pálidos vestigios de la sangre de San Mateo, resultaron obesos, débiles, enfermos y sobre todo mansos, si bien dos de ellos, el quinto y el sexto, acometieron al caballo del picador con alegría -ojo: no con bravura, porque al darse cuenta del costo de la lucha dejaron de empujar con los cuartos traseros- y terminaron rajándose, lo que no sorprendió a nadie en los casos del primero, segundo, tercero y cuarto, que después de cruzar la puerta de toriles y trotar por el redondel buscando una escapatoria, perdieron el aliento y se quedaron parados, provocando un tedio indecible.
Valentín Alanís, nacido hace 29 años, llegó demasiado tarde a la cita de ayer y se aburrió y nos aburrió tanto con Gorrión -cárdeno bragado astifino de 393 supuestos kilos, que recibió tres puyazos criminales y se convirtió en estatua, antes de morir de un bajonazo en el pulmón derecho- como después con el castaño claro Cardenal, de 447, al que se llevó a los medios a trapazo limpio donde le pegó cuatro chicuelinas sobre piernas, para después recogerlo de rodillas en tablas, de espaldas a la puerta de picadores, y bailarle y bailarle hasta que, lógicamente, se desataron los gritos de ¡toro!, que lo animaron, al cabo de muchos remilgos, a sepultar dos espadazos -una media caída y tres cuartos tendidos y contrarios- y retirarse al burladero entre pitos.
Pero la gente había acudido a ver a Paul Cortés -que volvió a salir con el mismo trajecito blanco y plata de torero pobrísimo: la "gratitud" de la empresa no da para tanto-, y el devoto muchacho de Tulpetlac, después de rezarle a todos los santos que guarda en su montera, se las vio con Belindo, cárdeno bragado de 459, que era de piedra, pero sólo pudo lograrle detalles con el capote y especialmente con la muleta, reiterando esa peculiar intuición que tiene para templar y ligar el siguiente pase, y como en el momento justo mató de frente y con tal resolución y elegancia, la plaza se cubrió de blancas peticiones de oreja y luego de mentadas de madre contra el juez porque éste decidió no conceder el trofeo, mientras el diestro daba la vuelta al ruedo devolviendo sombreros y cosechando claveles que brotaban del aire sobre su cabeza.
Más interesante fue su trasteo al feo Jilguero, quinto de la tarde, negro bragado de dizque 494, que empujó al caballo del tercio a las tablas con mucha fuerza, antes de pararse en seco y salir tirando mil cornadas por embestida, lo mismo cuando Paul le intentó la chicuelina en los medios que después cuando le plantó la muleta en los belfos y trató en vano de hacerlo pasar en redondo, hasta que el bicho huyó rajadísimo, antes de encontrar la muerte en una estocada contraria, ejecutada con una limpieza admirable.
Ya se iba el público desconsolado, pensando que ante su primer enemigo, Palomo de nombre y 446 kilos de peso, Ernesto Sánchez había lucido más verde que su traje, motivo por el cual fue empitonado y casi cogido en la ingle derecha cuando jugaba a la muleta sin recursos para enfrentar los jeroglíficos de la adversidad, pero de repente soltaron a Azulejo, cárdeno bragado y cornipoco, de 300 kilos cuando mucho, y Ernesto despatarrado se lo zumbó por cadenciosas verónicas y los tendidos lo festejaron aullando. Empezó con la muleta dibujando un trincherazo y procedió a torear en redondo con izquierda y derecha, atragantándose al rematar con la zurda, y los sombreros caían a sus pies cuando citaba ladeando la cabeza como Luis Procuna y corriendo la mano como El Cordobés, y la cosa habría culminado en apoteosis de no ser porque mató de un involuntario bajonazo con instantánea hemorragia y quienes ya lo adoraban por un pelo y lo linchan cuando, deprimido por el contratiempo, el torerito partió de regreso a Xalostoc, dejando entre los conocedores la certeza de que debe repetir el domingo próximo.