Usted está aquí: domingo 12 de junio de 2005 Opinión La estridencia del adiós

Rolando Cordera Campos

La estridencia del adiós

El presidente Fox ha escogido la peor manera de decir adiós a su presidencia. Sin que nadie se atreva a predecir que así ocurrirá por lo que resta del sexenio, hoy, como ayer o anteayer, tenemos que hacernos cargo de que el jefe del Ejecutivo decidió volver a sus tiempos de campaña electoral, convoca al pueblo a celebrar con él su victoria de hace cinco años y emprende una autodestructiva campaña contra críticos reales y supuestos, una oposición entregada a sus propios ritos sucesorios, un Congreso de la Unión en el que ha decidido ver a su principal enemigo, de él, del pueblo, del progreso de México, y contra unos medios de comunicación que cada día que pasa ve y entiende como tribunal inmisericorde y ya no como la gran caja de resonancia de sus cálculos mercadotécnicos. El Presidente pide que se le deje solo, cual torero imbatible, y su propio partido o guarda silencio o a la menor provocación arremete contra los más fieles y entregados de los servidores presidenciales.

Refugiarse en imágenes del pasado, como lo ha hecho esta semana el presidente Fox con el desarrollo estabilizador y la propia figura de quien así bautizó la estrategia económica de los años 70, el licenciado Antonio Ortiz Mena, secretario de Hacienda durante casi toda la década del 60, no es sólo un abuso más de la historia en los que suele incurrir el actual gobierno, que antes declaró los 70 años previos a él como décadas perdidas. Se trata, sin duda, de una mistificación grosera del pasado y del presente, pero es, más que nada, una muestra ominosa más de que es la desesperación del adiós y no la preocupación con la transición lo que ocupa y desvela al grupo gobernante.

Sin habérselo siquiera planteado, se topan con el calendario y su cruel dureza, y acuden a lo que sea con tal de evadir el correr de sus fechas. De ahí este frenético curso de evasión, que siempre es también de agresión, de búsqueda de chivos expiatorios, de desvarío cronológico, con tal de que el público se olvide cuanto antes de ellos, los deje en paz y les permita hacer mutis sin aspavientos, pero también sin rendir cuentas, no tanto con las contralorías de oficio sino con la política, que al final del tiempo siempre pasa por la opinión y el juicio de los ciudadanos, agrupados o no, sometidos o no a la férula del líder o el cacique, libres del yugo o de la vergüenza de haber admirado y seguido por algún tiempo al presidente en turno.

Tanto desprecio por la historia y el Estado como el del que hizo gala el gobierno de la alternancia tenía que pagarse, y saldrá caro a quienes inventaron la estrategia, pero sobre todo a quienes se quedan en el llano, a la espera de otro brote de esperanza, mientras llega la oportunidad de un pollero bien dispuesto. En medio, unas capas que sólo buscan la manera de no caer en el valle de lágrimas de la informalidad, pero que siguen apostando sus magros ingresos, o se endeudan peligrosamente, a una educación que no las tiene todas consigo para ofrecer destrezas, capacidades, ¡amigos!, con los cuales tejer las redes del mínimo capital social y humano con el cual navegar la agresiva globalización de un país cuyos gobernantes decidieron que la mejor manera de hacerlo era olvidarse del timón y del cuarto de máquinas.

Recuperar el sentido y la importancia de la historia, de la política, del lenguaje que la dignifica o envilece, según se le use y respete, parece ser hoy la consigna de orden de una recuperación del sentido de la convivencia y de la importancia del Estado. Si se toma en serio lo que hacen de la política, del lenguaje y de la historia los que han empezado a decirnos adiós, tendremos que admitir que esta es una recuperación vital para los que nos quedamos, porque lo que se ha puesto en juego, a través de un bizarro y grotesco anarquismo, es la vigencia misma del Estado.

Los juegos de palabras con la economía y sus cifras veleidosas; las majaderías incontinentes del flanco extremista del panismo hoy encarnado por su máxima dirección y su más importante candidato a gobernador (en el estado de México, nada menos), pueden pasar al pie de página de la historia del presente si el resto de la ciudadanía, en los partidos, en el Congreso, en los medios informativos, en la calle o en la enésima fila de solicitud de empleo por parte del joven o del viejo, intenta de nuevo el pacto fundamental, asume las debilidades profundas de su estado y reclama un giro cuidadoso pero real en la disputa por un poder que no por estar sometido hoy a todo tipo de desatinos ha dejado se ser apetitoso. Ejercerlo y, si se quiere verlo así, gozarlo, va a exigir de un máximo de riesgo y responsabilidad que sólo pueden emerger de la confrontación de visiones y voluntades diversas, pero obligadamente unidas en lo fundamental, resumido a pesar de todo en las instituciones estatales, que hay que defender y hacer valer mediante la exigencia a sus servidores de un desempeño republicano, aquí sí que sin adjetivos. Programa mínimo que el naufragio puede volver máximo. Así está la cosa.

 
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