¿Cuál es un buen libro?
Froylán López Narváez, mi padrino y compadre, lleva alrededor de 40 años como profesor en ciencias políticas en la Universidad Nacional Autónoma de México. A mi llegada a México, hace unos días, me invitó a una charla con sus alumnos, durante su curso de teoría del discurso -cabe recordar que la palabra ''teoría" significa en primer término fila y se refiere al desfile de los sobrevivientes para saludar al fallecido que ellos seguirán algún día. Desde luego acepté con entusiasmo.
La plática, como es costumbre con Froylán, fue al mismo tiempo ligera y profunda, gracias a ese generoso savoir-faire que posee y que es la mejor forma de transmitir los conocimientos conduciendo al aprendiz por los caminos del pensamiento, para llevarlo a ver con claridad conceptos que el alumno desconocía momentos antes. Es decir, enseñar a pensar por sí mismo, lejos de las idées reçues, como bien decía Flaubert.
Froy relató nuestros primeros encuentros, y me pidió que contara, a propósito de mi primera novela publicada, Ayer es nunca jamás, mi extraña experiencia con el movimiento del 68, encerrada, escuchando sirenas, viendo pasar tanques, sin poder salir de casa para participar en pintas, manifestaciones, mítines, a causa de mi embarazo.
Después de escuchar en silencio el silencio de la muerte cayendo sobre el ruido de las ametralladoras, López Narváez pasó a otras preguntas y sus estudiantes fueron participando en la conversación, primero con su risa, después con la palabra. Retratos de mis profesores en la Facultad de Filosofía: Nicol, exigiéndonos aprender el griego; Villegas, con su fe en un pensamiento filosófico mexicano; Padilla y sus asistentes, los dos Hugos, Margáin e Hiriart, discutiendo la lógica matemática; Villoro preguntándose si nuestro mundo no era el mejor de ellos; Sánchez Vázquez, quien exigía de los alumnos respuestas que no podíamos conocer en nuestra sabia ignorancia de una estética estalinista; el fulgurante Alejandro Rossi quien, sin duda, nos enseñó a pesar nuestro a pensar; fray Alberto de Ezcurdia, quien nos hizo recordar los tiempos inmemoriales cuando los hombres todavía no hacían diferencias entre los sueños y la vigilia.
Froylán trató de continuar hablando de mis otros libros y yo de responderle contando de qué trataban esas novelas, pero los alumnos, después de reír, comenzaron sus preguntas y a decirnos qué pensaban. Obligándome, socráticos, a pensar.
''¿Cómo reconocer que un libro, una novela, un cuento, un poema, es bueno?"
Hablar de sintaxis, redacción, número de adjetivos es tan absurdo como en cocina responder de la cantidad de vino, agua, sal que debe echarse al guiso que se prepara: sólo la cocinera sabe cómo va el guisado que hace probándolo, y aún... los resultados pueden ser dudosos. Hablar de gustos es simple, igual hablar de modas: ¿no decía Marcel Proust que ''las modas son los prejuicios de mañana"?
Respondí que es el tiempo el que decide qué es bueno. Respuesta fácil, apresurada, de una charla, cuando no se da el tiempo de pensar.
Desde luego es el tiempo. Pero, con cierta experiencia, un buen lector puede reconocer, al leer unas cuantas líneas, si vale la pena seguir leyendo.
Sin embargo, no todos los lectores, así lean cien mil páginas, pueden adivinar qué decidirá lo que resistirá al paso del tiempo.
Tal vez debí responder que un buen libro es el que no se olvida, pero al cual también podemos volver a leer una y otra vez, en difrentes edades, y sigue haciéndonos descubrir cosas que no habíamos visto.
Interrogaciones como ésta merecen caminarse antes de tratar de responderlas. Montaigne decía: ''mis pensamientos duermen cuando me asiento".
Para volver a la pregunta fundamental, planteada por los estudiantes de Froylán López Narváez, sobre ese misterio que hace de un libro un gran libro, intento una respuesta modesta, rápida, que seguiré tratando de responder en otros artículos para La Jornada: un buen libro es el que se lee con placer y se relee con más placer cada vez, el que a cada lectura nos da nuevas sorpresas, en cuyas líneas se descubren nuevas cosas, que se aprende de memoria y, como el verdadero amor, no se desgasta ni marchita, al contrario, rejuvenece y permanece.