Usted está aquí: miércoles 8 de junio de 2005 Política Política y fe

Luis Linares Zapata

Política y fe

Cada vez es más común ver y oír no sólo los desplantes presidenciales en torno a la presencia de Dios en sus diarios quehaceres y deseos, sino que ahora también se observan en los pronunciamientos y ayudas que sus colaboradores solicitan de la divinidad para el mejor desempeño de sus tareas. Hasta el señor Francisco Barrio, aspirante a candidato del PAN, dirigió una muy lironda plegaria al titular de los cielos en los que dice creer, pidiendo su graciosa intervención para empujar, o mediar al menos, en sus pretensiones electorales. Y lo peor es que su auditorio, integrado por simpatizantes de ese partido, quedó, según referencias periodísticas del fenómeno, conmovido hasta las lágrimas y atado al ambiente catártico ahí experimentado.

Pocos son los funcionarios de la actual administración que se reservan, con el sigilo y la discreción necesarios, sus creencias religiosas o las prácticas en ese sentido que, como individuos, llevan a cabo en su privada vida cotidiana. Si tal fuera el hecho, sería de poca o nula incumbencia para los asuntos colectivos y escasamente relevantes para el desempeño de sus responsabilidades. Lo que sí importa, en casos especiales pero ya bastante repetidos, es el uso y el sentido que se le pretende dar a las creencias, valores o juicios morales que emergen de una u otra filosofía religiosa, para conformar criterios y orientaciones de las decisiones políticas. Si suceden estos hechos, son indicativos de que se comienzan a mezclar asuntos de distinta naturaleza o se adoptan posturas que nada tienen que ver con el desempeño, con la eficiencia, con las evaluaciones que deben guiar a un Estado que se precia de laico. Afirmar, con voz pretendidamente tranquila y melosa, que no se afecta la marcha de los asuntos públicos o la capacidad de gobierno por las inclinaciones religiosas de un funcionario cuando éste las difunde, hace gala y hasta ostentación de ellas, es caer en un simplismo peligroso.

Mucha sangre ha brotado a causa de las disputas que han ocurrido, y que siguen dándose, entre el campo divino y esos otros que atañen a la cruda actividad humana como para que se puedan ignorar las mezcolanzas que promueven, ante la opinión colectiva, los actuales gobernantes de extracción panista. Tal parece que algunos de ellos, el Presidente incluido en primer término, hasta se precian de valientes, modernizados y muy sinceros al expresar de manera abierta sus creencias. Sin recato alguno, bendicen a cualquiera y, si son más audaces, engloban a todos los mexicanos e imploran la ayuda de divinidades o santos de su especial predilección. No se detienen a pensar que muchos de los destinatarios de sus susodichas santificaciones no desean, y menos solicitan, tan angélicas y purificadas protecciones. Muchos, millones o decenas de millones quizá, hasta pueden sentirse ofendidos cuando se las recetan de improviso y para el más baladí de los motivos. Ninguno de los gobernantes o políticos nacionales ha sido instruido por las mayorías para tal efecto ni consta en norma alguna para que forme parte de sus deberes.

Lo que Fox y casi la totalidad de su gabinetazo (ya muy desmadejado y venido a gabinetucho) ignoran o ningunean de antemano son las luchas, por demás cruentas, que han ocurrido en tiempos diversos y en casi la totalidad de las civilizaciones que registra la historia. Por ellas, por esas duras y dolorosas batallas ideológicas, la separación del mundo de la fe, respecto de la formación, las acciones y el desarrollo de los estados nacionales, es que se ha venido codificando el conjunto de leyes que dan sustento a las naciones con perfil de modernidad y legitiman el accionar de sus instituciones. Bien se sabe de las amargas y duras experiencias de aquellas sociedades que aún se resisten o no pueden establecer tan urgentes diferencias en sus vidas organizadas y persisten en mantener entrelazados el campo plenamente humano con el trascendente o metafísico; es decir, entremezclan la religión con el Estado. Más todavía, algunos sistemas de convivencia sostienen férreas teocracias, las más de ellas con pronunciadas carencias en las libertades, inocultables injusticias y con dolorosos tintes de ineficaces autoritarismos que violentan, de manera por demás flagrante, los más básicos derechos de sus ciudadanos.

Es común observar cómo las posturas con matices y contenido religioso, las normas éticas derivadas de las distintas creencias, tratan de montarse, por medio de sus distintos personeros y beneficiarios, en los valores y los conceptos que describen y hasta limitan a un Estado. Se lucha, a brazo partido, por condicionar el accionar de las instituciones públicas, ya sean de salud o de educación, o se sabotean las leyes que emite el Legislativo. Se pretende, con redoblado interés y a pesar de las derrotas que han padecido tales promotores, influir en la conducción de los asuntos colectivos, no para empujar el desarrollo de la comunidad, sino para uniformarla de acuerdo con particulares creencias, códigos de conducta y formas de ver el mundo. De esta estentórea manera se quieren imponer, con modales y pronunciamientos por demás groseros, soberbios y hasta pintorescos, valores y normas que provienen de visiones religiosas. Al descrédito que ya congestiona al oficialismo por su trasiego torpe e ineficaz para administrar los bienes colectivos se le ayuntan las prédicas, las bulas condenatorias, las bendiciones que lanzan a la primera provocación y desde sus improvisados púlpitos. Piensan así, de esa ramplona manera, rescatar algo del crédito que se tuvo al inicio de este su periodo de gobierno, mismo que ya se acerca a un final nada celestial y sí terrenalmente desastroso.

 
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