Al otro lado
Con buen despliegue publicitario se estrenó este fin de semana Al otro lado, de Gustavo Loza (Atlético San Pancho). Más de 200 copias, plana entera a color en los diarios, un resumen promocional ("Cuando el destino te hace dejar lo que más quieres"), y un llamado al público: "Déjate sorprender". La invitación es sugerente. En efecto, si algo tendría mérito en el cine mexicano actual sería poder reactivar en sus espectadores la capacidad de asombro.
La novedad que propone Loza es recoger en un tríptico narrativo la experiencia infantil del abandono, situar esa experiencia en cuatro países (México, Cuba, Marruecos y España), y encontrar un dominador común en voces infantiles de culturas, tradiciones y lenguas diferentes. Una voz como la de Prisciliano (Adrián Alonso), el niño michoacano que al enterarse por su madre (Vanessa Bauche) que su padre se ha ido a buscar fortuna "al otro lado", termina convencido de que ese lugar se sitúa mucho muy cerca, apenas atravesando el lago Zirahuén, a orillas del cual tiene su casa, y decide ir a buscarlo. O la del niño cubano (Jorge Miló) que debe ocultar la muerte accidental de su mejor amigo, quien aceptó tomar con él una balsa y lanzarse hacia las costas de Florida para acompañarlo en la búsqueda de su padre. O finalmente, la de la niña marroquí Fátima (Sanaa Alaoui), quien deja las costas de Tánger para recuperar a su padre en Málaga, donde es albañil y amante insatisfecho.
Los relatos son visualmente atractivos, con el motivo recurrente del agua, principalmente el mar como espacio abierto a la aventura y a la reconquista del afecto perdido. A un paso de caer en el pintoresquismo en las calles de La Habana vieja, o en el edén rural cerca de un lago michoacano, o en esa inverosímil travesía de una niña que pasa sola de un continente a otro, o en las obligadas vistas a la cordillera del Atlas, o a las viejas ciudades de Ouarzazate y Tinghir como ambientaciones mágicas, el director elige concentrarse en lo que más le interesa: capturar el habla infantil (los personajes tienen entre ocho y 10 años), sus respuestas emocionales, su ingenuidad y la temeridad con que se lanzan a la búsqueda común.
El propósito narrativo de Loza es ambicioso para la duración de apenas hora 20 que tiene la película. Los personajes secundarios quedan así desdibujados, incluida la madre de Prisciliano y el padre de Fátima, sin hablar de las presencias fugaces de las mujeres cubanas. Mayor desarrollo tiene la figura del tío Lupe (Héctor Suárez), quien retoma aquí la figura de árbitro, esta vez espiritual, de Atlético San Pancho. A través de él, Loza captura los acentos del habla rural y la nostalgia de quien alguna vez cruzó el río Bravo, y también el desencanto final de su vieja aventura. Cabe suponer que si el director elige contemplar la realidad de la migración desde la perspectiva infantil, eso le permite no profundizar en el tema, limitándose a consignas muy obvias, como la pinta en una barda española ("Moros asesinos, paren la migración"), u otras tan retóricas, y para el relato tan inútiles, como la de Fidel Castro: "Tenemos que luchar por hacer nuestra obra perfecta".
¿Tiene algún caso desarticular en la cinta la posible reflexión social recurriendo a una leyenda purépecha en la que la bella Eréndira, espíritu del lago desde tiempos de la Conquista, puede rescatar de la muerte a un niño? ¿No contrasta esto de manera incoherente con el tono realista del relato ambientado en España, ciertamente el mejor? Gustavo Loza confía el trabajo visual a tres fotógrafos (Gerónimo Denti, Saldívar Tanaka y Patrick Murguía), pero los inevitables contrastes estilísticos no siempre resultan afortunados para la unidad de la cinta. En pocos minutos se transita de la contemplación bucólica en México, al recurso de la cámara en mano que muestra de modo agitado la faena de tratantes de blancas en Marruecos. En esta revisión rápida del problema central (en la migración a países más ricos, ¿qué sienten las familias abandonadas, y especialmente los niños?), el director finalmente elige la mirada, indiscutiblemente adulta, de la solemnidad sentimental, por encima del humor infantil y de algún señalamiento social más interesante.
Es una lástima, pues en este su segundo largometraje, Gustavo Loza sí tenía la ocasión de sorprender con su propuesta.