Usted está aquí: domingo 5 de junio de 2005 Opinión El silencio

Julian Barnes

El silencio

Ampliar la imagen Julian Barnes. Foto de Jillian Edelstein

La aparición en México del nuevo libro de Julian Barnes es todo un acontecimiento. Una de las prosas más poderosas de entre la producción literaria universal hoy en día, nos llega escanciada en un libro de cuentos monumental, titulado La mesa limón, que alude a la mesa de un bar en Helsinki, frecuentado por el compositor Jan Sibelius, y los que se sentaban en la mesa limón estaban obligados a hablar de la muerte, tema que permea todo este libro fascinante y divertido. El limón, por otra parte, era el símbolo de la muerte entre los chinos. Con autorización de la casa editora Anagrama, ofrecemos a nuestros lectores el cuento más importante de todo el libro, titulado El silencio y que resume todas las claves del volumen y de la narrativa genial de Julian Barnes

Al menos hay un sentimiento en mí que se intensifica con cada año que pasa: un ansia de ver a las grullas. En esta época del año observo el cielo desde la colina. Hoy no han venido. Sólo había gansos silvestres. Los gansos serían bellos si no existieran las grullas.

Un joven periodista me ayudó a pasar el tiempo. Hablamos de Homero. Hablamos de jazz. El ignoraba que mi música había sido utilizada en El cantante de jazz. A veces, la ignorancia de los jóvenes me emociona. Es una especie de silencio.

Taimadamente, al cabo de dos horas, preguntó sobre composiciones nuevas. Sonreí. Me preguntó por la octava sinfonía. Comparé la música con las alas de una mariposa. El dijo que los críticos se habían quejado de que yo estaba "acabado". Sonreí. Dijo que algunos -él no, por supuesto- me habían acusado de eludir mis deberes siendo beneficiario de una pensión del gobierno. Preguntó cuándo terminaría exactamente mi nueva sinfonía. Ya no sonreí. "Es usted quien me impide terminarla", contesté, y toqué la campanilla para que le mostraran la salida.

Quise decirle que cuando era un joven compositor había compuesto una pieza para dos clarinetes y dos fagots. Ello constituía un acto de considerable optimismo por mi parte, ya que en aquella época sólo había dos fagotistas en el país, y uno de ellos era tísico.

Los jóvenes progresan. ¡Mis enemigos naturales! Quieres ser para ellos una figura paternal y les importa un comino. Quizá con razón.

Naturalmente, el artista es un incomprendido. Es normal, y te acostumbras al cabo de un tiempo. Yo sólo repito, e insisto en ello: que me incomprendan correctamente.

Una carta de K. desde París. Le preocupa la indicación del tempo. Necesita que se lo confirme. Tiene que tener un metrónomo que indique el allegro. Quiere saber si el doppo piu lento en la letra K del segundo movimiento se aplica únicamente a tres compases. Le respondo, maestro K., que no quiero oponerme a sus intenciones. Al fin y al cabo -perdóneme si parezco muy seguro en mí mismo-, hay más de una manera de expresar la verdad.

Recuerdo mi conversación con N. sobre Beethoven. N. opinaba que cuando las ruedas del tiempo den una vuelta más, las mejores sinfonías de Mozart seguirán estando ahí, mientras que las de Beethoven se habrán quedado a mitad de camino. Esto ilustra las típicas divergencias entre nosotros dos. No siento lo mismo por N. que por Busoni y Stenhammar.

Me han dicho que Stravinski considera que tengo un pobre conocimiento del oficio. ¡Lo tomo como el mayor cumplido que me han hecho en toda mi larga vida! Stravinski es uno de esos compositores que oscilan entre Bach y las modas más modernas. Pero la técnica musical no se aprende en las pizarras y caballetes de la escuela. En este sentido, el señor I.S. es el primero de la clase. Pero cuando comparas mis sinfonías con sus afectaciones abortadas...

Un crítico francés que quería denostar mi tercera sinfonía citó a Gounod: "Sólo Dios compone en do mayor". Precisamente. Mahler y yo hablamos una de vez de composición. Para él, una sinfonía tiene que ser como el mundo y contenerlo todo. Le contesté que la esencia de la sinfonía es la forma; son la severidad del estilo y la lógica profunda las que crean las conexiones internas entre motivos.

Cuando la música es literatura, es mala literatura. La música comienza donde las palabras acaban. ¿Qué ocurre cuando la música cesa? El silencio. Todas las demás artes aspiran a la condición de la música. ¿A qué aspira la música? Al silencio. En ese caso he triunfado. Ahora soy tan famoso por mi largo silencio como lo he sido por mi música.

Por supuesto, aún podría componer bagatelas. Un intermezzo de cumpleaños para la nueva esposa del primo S., cuyo manejo de los pedales no es tan diestro como ella se figura. Podría responder a la llamada del Estado, a las peticiones de una docena de pueblos con una bandera que colgar. Pero sería una fatuidad. Mi trayectoria casi ha concluido. Hasta mis enemigos, que detestan mi música, reconocen que posee su lógica. En última instancia, la lógica de la música conduce al silencio.

A., posee la entereza de que yo carezco. No por nada es hija de un general. Otros me ven como a un hombre famoso con una mujer y cinco hijas, el gallo del corral. Dicen que A. se ha sacrificado en el altar de mi vida. Pero yo he sacrificado mi vida en el altar del arte. Soy un compositor muy bueno, pero como ser humano... ejem, eso es otro cantar. Sin embargo, la he amado y hemos compartido cierta felicidad. Cuando la conocí era para mí la sirena de Josephsson, que resguarda a su caballero entre las violetas. Mi hermana en el hospital mental. Alcohol. Neurosis. Melancolía.

¡Animo! La muerte está a la vuelta de la esquina.

Otto Andersson ha rastreado mi árbol genealógico tan concienzudamente que me pone enfermo.

Algunos me tachan de tirano porque mis cinco hijas tenían prohibido cantar o tocar en casa. Nada de chirridos alegres de un violín incompetente, nada de flautas inquietas que se quedan sin aliento. ¿Cómo?... ¿Nada de música en la casa de un gran compositor? Pero A. lo comprende. Comprende que la música debe venir del silencio. Nacer del silencio y retornar a él.

A., por su parte, también actúa en silencio. Dios sabe que se me pueden reprochar muchas cosas. Nunca he pretendido ser uno de esos maridos cuyas alabanzas cantan en las iglesias. Después de Goteburgo, ella me escribió una carta que llevaré conmigo hasta que se implante en mi cuerpo el rígor mortis. Pero los días normales no me reprende. Y, a diferencia de todas las demás personas, nunca me pregunta cuándo estará lista mi octava sinfonía. Se limita a actuar a mi alrededor. Compongo de noche. No, de noche me siento a mi escritorio con una botella de whisky y trato de trabajar. Más tarde despierto con la cabeza sobre la partitura y aferrando el vacío con la mano. A. se ha llevado el whisky mientras yo dormí. No hablamos de eso.

El alcohol, al que una vez renuncié, es ahora mi más fiel compañero. ¡Y el más comprensivo!

Salgo a cenar solo y reflexiono sobre la mortalidad. O voy al Kämp, a la Societethuset, al König para hablar de este tema con otros. El extraño asunto de Man lebt nur einmal. Me sumo a la mesa limón en el Kämp. Allí está permitido -de hecho, es obligatorio- hablar de la muerte. Es de lo más cordial. A. no lo aprueba.

Para los chinos, el limón es el símbolo de la muerte. Ese poema de Anna Maria Legren: "Enterrado con un limón en la mano". Exacto A. intentaría prohibirlo, alegando que es morboso. Pero ¿a quién, sino a un cadáver, se le consiente ser morboso?

Oigo a las grullas hoy, pero no las veo. Las nubes estaban demasiado bajas. Pero mientras estaba en aquella colina oí que venía hacia mí desde arriba, el grito a pleno pulmón que emiten cuando vuelan hacia el sur para pasar el verano. Invisibles, eran aún más bellas, más misteriosas. Una vez más, me lo enseñan todo sobre la sonoridad. Su música, mi música, la música. Es lo que es. Estás en una colina y desde el otro lado de las nubes oyes sonidos que te traspasan el corazón. La música -incluso la mía- siempre se dirige hacia el sur, invisible.

Hoy en día, cuando mis amigos me abandonan, ya no sé si lo hacen a causa de mi éxito o de mi fracaso. Así es la vejez.

Quizá yo sea un hombre difícil, aunque no tanto. Toda mi vida, cuando he desaparecido, han sabido dónde encontrarme: en el mejor restaurante que sirve ostras y champán.

Cuando visité Estados Unidos se sorprendieron de que no me hubiera afeitado ni una sola vez en mi vida. Reaccionaron como si fuese una especie de aristócrata. Pero no lo soy ni pretendo serlo. No soy más que un hombre que ha decidido no perder el tiempo afeitándose. Que me afeiten otros.

No, eso no es cierto. Soy un hombre difícil, como mi padre y mi abuelo. Mi caso lo agrava el hecho de que soy un artista. También lo agrava mi compañero más fiel y comprensivo. Pocos son los días a los que puedo adjuntar la nota sine alc. Es duro escribir música cuando te tiemblan las manos. Es penoso dirigir. En muchos sentidos, la vida de A. conmigo ha sido un martirio. Lo reconozco.

Goteburgo. Desaparecí antes del concierto. No me encontraron en el lugar de costumbre. A. tenía los nervios deshechos. Fue a la sala, sin embargo, con un soplo de esperanza. Para su sorpresa, hice mi entrada a la hora prevista, saludé con una reverencia y levanté la batuta. Ella me dijo que tras unos compases de la obertura me interrumpí, como si fuera un ensayo. El publicó se quedó perplejo, y no digamos la orquesta. Luego marqué un compás débil y volví a empezar por el principio. Ella me aseguró que lo siguiente fue el caos. El auditorio estaba entusiasmado, la crítica posterior se mostró respetuosa. Pero creo a A. Después del concierto, cuando estaba entre amigos fuera de la sala, saqué del bolsillo una botella de whisky y la estrellé contra los escalones. No recuerdo nada de esto.

Cuando volvimos a casa y yo estaba tomando tranquilamente mi café de la mañana, ella me entregó una carta. Al cabo de treinta años de matrimonio me escribía en mi propia casa. Sus palabras me han acompañado desde entonces. Me decía que era un inepto y un alfeñique que se refugiaba de sus problemas en el alcohol; que estaba profundamente equivocado si me figuraba que la bebida me ayudaría a crear nuevas obras maestras. En todo caso, ella no volvería a exponerse a la indignidad pública de verme dirigir en estado de embriaguez.

No le respondí palabra, ni verbal ni escrita. Procuré responderle por medio de actos. Ella fue fiel a su carta y no me acompañó a Estocolmo, a Copenhague ni a Malmö. Llevo encima su carta en todo momento. He escrito en el sobre el nombre de nuestra hija mayor, para que sepa, después de mi muerte, lo que se dice en ella.

¡Que horrible es la vejez para un compositor! Las cosas no van tan rápido como iban, y la autocrítica cobra proporciones inmensas. Los demás sólo ven la fama, el aplauso, las cenas oficiales, la pensión del Estado, una familia entregada, admiradores al otro lado del océano. Observan que los zapatos y camisas me los hacen a medida en Berlín. El día en que cumplí ochenta años pusieron mi efigie en un sello de correos. El Homo diurnalis respeta estos boatos del éxito. Pero yo considero al Homo diurnalis la forma más vil de vida humana.

Recuerdo el día en que sepultaron en la fría tierra a mi amigo Toivo Kuula. Unos soldados Jäger le dispararon en la cabeza y murió unas semanas después. En el entierro reflexioné sobre la infinita desdicha del destino del artista. Tanto trabajo, talento y valentía para que luego te olviden: es la suerte del artista. Mi amigo Lagerborg defiende las teorías del Freud, según el cual el artista utiliza el arte como una vía de escape de la neurosis. La creatividad ofrece una compensación por la ineptitud del artista para vivir plenamente la vida. Bueno, no es sino un desarrollo de la opinión de Wagner. Wagner sostenía que si gozásemos la vida a fondo no necesitaríamos el arte. A mi entender, lo entienden al revés. No niego, por supuesto, que el artista tiene muchos aspectos neuróticos. ¿Cómo podría negarlo alguien como yo, precisamente? Sin duda soy un neurótico y con frecuencia infeliz, pero esto es en gran medida consecuencia de ser un artista, y no la causa. Cuando aspiramos tan alto y tan a menudo volamos tan bajo, ¿cómo no va a producir neurosis? No somos revisores de tranvía que sólo buscan agujerear billetes y anunciar bien las paradas. Además, mi réplica a Wagner es sencilla: ¿cómo una vida plena puede no incluir uno de sus placeres más nobles, como es la apreciación del arte?

Las teorías de Freud no abarcan la posibilidad de que el conflicto del compositor de sinfonías -que consiste en descubrir y después expresar leyes para que el movimiento de las notas sea aplicable a todos los momentos- sea un logro bastante superior al de morir por el rey y la patria. Muchos pueden hacer esto, y muchos más pueden plantar patatas, perforar billetes y otras cosas de similar utilidad.

¡Wagner! Sus dioses y héroes me han puesto la carne de gallina durante cincuenta años.

En Alemania me llevaron a escuchar una música nueva. Dije: "Estáis confeccionado cócteles de todos los colores. Y aquí vengo yo con agua pura y fría." Mi música es hielo derretido. En su movimiento se detectan sus comienzos helados, en sus sonoridades se rastrea su silencio inicial.

Me preguntaron qué país extranjero había mostrado una mayor comprensión de mi obra. Contesté que Inglaterra. En una de mis visitas me reconoció el funcionario de inmigración. Conocí a Vaughan Williams; hablamos en francés, nuestra lengua común, aparte de la música. Después de un concierto pronuncié unas palabras. Dije que tenía allí muchos amigos y esperaba, naturalmente, que también enemigos. En Bournemouth, un estudiante de música me presentó sus respetos y dijo, con toda simplicidad, que no podía costearse el lujo de ir a Londres a escuchar mi cuarta sinfonía. Me metí la mano en el bolsillo y le dije: "Le daré ein Pfund Sterling."

Mi orquestación es mejor que la de Beethoven, y también mis temas. Pero él nació en un país vinícola, yo en uno donde la leche cortada lleva la batuta. Un talento como el mío, por no decir genio, no se puede alimentar con cuajada.

Durante la guerra, el arquitecto Nordman me envió un paquete con la forma de un estuche de violín. Lo era, en efecto, pero dentro había una pata de cordero ahumado. Compuse Fridolin's Folly para expresarle mi gratitud y se la envié a Nordman. Sabía que él era un cantante a cappella muy bueno. Le agradecí le délicieux violon. Más tarde, alguien me envió una caja de lampreas. Contesté con una pieza coral. Me dije a mí mismo que aquello era un desbarajuste. Cuando los artistas tenían mecenas producían música, y los sustentaban mientras la siguieran produciendo. Ahora me envían comida y respondo creando música. Es un sistema más aleatorio.

Diktonius llamó a mi cuarta una "sinfonía de pan de corteza", aludiendo a la antigua época en que los pobres adulteraban la harina con corteza molida muy fina. Las hogazas resultantes no eran de máxima calidad, pero la inanición se mantenía a raya. Kalisch dijo que la cuarta expresaba una visión sombría y desagradable de la vida en general.

Cuando era joven me dolían las críticas. Ahora, cuando estoy melancólico, releo las palabras ingratas que se escribieron sobre mi obra y me siento inmensamente animado. Digo a mis colegas. "Recordad siempre que no hay una sola ciudad en el mundo que haya erigido una estatua a un crítico."

En mi funeral tocarán el movimiento lento de la cuarta. Y deseo que me entierren con un limón en la mano que escribió esas notas.

No, A. retiraría el limón de mi mano muerta como retira la botella de whisky de la viva. Pero no contravendrá mis instrucciones sobre la "sinfonía de pan de corteza".

¡Animo! La muerte está a la vuelta de la esquina.

Mi octava es la única por la que preguntan. ¿Cuándo estará terminada, maestro? ¿Cuándo podremos publicarla? ¿Quizá sólo el movimiento de obertura? ¿Se la ofrecerá a K. para que la dirija? ¿Por qué le ha costado tanto tiempo? ¿Por qué el ganso ha dejado de ponernos huevos de oro?

Caballeros, puede que haya una sinfonía nueva o puede que no. Me ha llevado diez, veinte, casi treinta años. Quizá tarde más de treinta. Quizá no haya nada ni siquiera al final de esos treinta años. Quizá acabe en el fuego. Fuego y después silencio. Así termina todo, en definitiva. Pero incompréndanme correctamente, caballeros. No elijo el silencio. El silencio me elige a mí.

El santo de A. Quiere que vaya a recoger setas. Las morillas maduran en los bosques. Bueno, no es mi fuerte. Sin embargo, a fuerza de trabajo, talento y valentía, encontré una sola. La recogí, me la acerqué a la nariz, la olí y la deposité con reverencia en la pequeña cesta de A. Luego me sacudí de los puños las agujas de pino y, cumplido mi deber, volví a casa. Más tarde tocamos dúos. Sine alc.

Un gran auto da fe de manuscritos. Los he recogido en una canasta de la colada y en presencia de A. los he quemado en la chimenea del comedor. Al cabo de un rato ella no lo ha podido soportar y se ha ido. Yo he continuado mi buena obra. Al final me he sentido más sosegado y ligero. Ha sido un día feliz.

Las cosas no van tan rápido como iban... Cierto. Pero ¿por qué tenemos que esperar que el movimiento final de la vida sea un rondo allegro? ¿Cuál es la mejor manera de indicarlo? ¿Maestoso? Pocos tienen tanta suerte. Largo..., todavía un poco demasiado digno. Largamente e appasionato? Un movimiento final podría empezar así..., mi quinta lo hacía. Pero la vida no desemboca en un allegro molto en que el director despelleja a la orquesta para que toque más aprisa y más alto. No, para su movimiento final la vida tiene a un borracho en el estrado, a un viejo que no reconoce su propia música y que no sabe distinguir un ensayo de un concierto. ¿Poner tempo buffo? No, ya lo he hecho. Indicar simplemente que es un sostenuto, y que sea el director quien decida. Al fin y al cabo, hay más de una manera de expresar la verdad.

Hoy he salido a dar mi habitual paseo matutino. He subido a la colina orientada al norte. "¡Pájaros de mi juventud!", le grito al cielo. "¡Pájaros de mi juventud!" Aguardo. Había nubes gruesas, pero por una vez las grullas volaban por debajo. Cuando se acercaban, una se ha separado de la bandada y ha volado directamente hacía mí. He levantado las manos para aclamarla mientras ella trazaba un círculo a mi alrededor, lanzaba su graznido a los cuatro vueltos y volvía a reunirse con la bandada para el largo viaje al sur. La he observado hasta que los ojos se me han puesto borrosos, he escuchado hasta que mis oídos no captaban nada más y el silencio ha vuelto.

He vuelto a casa caminando despacio. Me he parado en la puerta, pidiendo un limón.

 
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