Pocos
padecimientos tienen las implicaciones sociales y éticas que
las que han acompañado al VIH/sida desde su aparición.
El papel del médico
es trascendental para eliminar estigmas y acompañar al paciente
en el difícil reacomodo que implica
vivir con una infección que ha dejado de ser mortal para convertirse
en crónica. En este texto
se hace un repaso del ejercicio médico y las responsabilidades
que conlleva.
Por Patricia Volkow*
La atención de los pacientes con sida es cara. El tratamiento
antiviral, los medicamentos necesarios para tratar o prevenir infecciones,
la quimioterapia y las hospitalizaciones repetidas, es decir, el manejo óptimo
para prolongar y mejorar la calidad de vida de los pacientes con VIH,
resultan extraordinariamente gravosos. Costear el manejo de estos enfermos,
especialmente en países pobres, sangra el ya deteriorado presupuesto
destinado a la salud.
Por ello es fundamental que estos presupuestos
se incrementen y que se insista en la única línea de batalla
hasta este momento útil en la lucha contra el sida: contar con
un programa de sangre segura, prohibir el comercio de sangre y plasma,
diseñar campañas de prevención de transmisión
(sexual, entre usuarios de drogas intravenosas, en el sexoservicio)
y garantizar un trato humano y profesional a los enfermos.
La atención médica pública comprende tres niveles
de atención: primario o de primer contacto, que consiste en centros
de salud con médicos generales o familiares; secundario o de nivel
medio, formado por hospitales pequeños que cuentan con especialidades
médicas; y el terciario, constituido por los grandes centros de
especialidad. Esta jerarquización de la atención está íntimamente
ligada a la calidad de quienes ahí prestan sus servicios, siendo
los especialistas de los centros de tercer nivel los que cuentan con
la mejor preparación y los mayores recursos. A pesar de que se
han hecho grandes esfuerzos para establecer un programa integral del
manejo para los pacientes con infección por VIH, no se ha podido
lograr esta meta y los pacientes diagnosticados son rápidamente
canalizados del primero y segundo niveles de atención al tercero,
decisión muchas veces influenciada por el miedo al padecimiento
entre los médicos con escaso nivel de preparación. De igual
forma, el bajo nivel de conocimientos sobre el VIH puede provocar que
el diagnóstico se retrase, causando un despilfarro de recursos
y, en muchas ocasiones, la muerte de un paciente potencialmente recuperable.
En estas condiciones, es el azar el único que puede situar a los
pacientes frente a médicos dispuestos a compartir y combatir con
ellos la tragedia de la enfermedad. Cuando esto no sucede así,
frecuentemente los pacientes abandonan los servicios de atención
iniciales y buscan otros sitios de atención, duplicando o triplicando
el consumo de recursos para la salud.
El compromiso con el paciente
El VIH/sida sigue siendo una enfermedad incurable. Esta condición,
aunada a su íntima relación con el comportamiento humano,
ha originado reacciones contradictorias en las diferentes comunidades
humanas. Mientras algunos abogan por la confidencialidad, protección
y libertad de los enfermos, existen otros que los estigmatizan, rechazan,
segregan y catalogan como merecedores del castigo divino. La comunidad
médica no ha quedado exenta de estas contradicciones, que pueden
verse alentadas por el riesgo a la muerte que implica manejar enfermos
con un padecimiento hasta ahora incurable. Este riesgo, alguna vez aceptado
como parte normal de la práctica médica, había sido
olvidado casi totalmente en las últimas tres décadas por
el advenimiento de los agentes antimicrobianos, tan eficientes para tratar
padecimientos infectocontagiosos. El médico que ejerza en la actualidad
debe aprender a trabajar de una manera diferente, incluir en su cotidianidad
las medidas preventivas recomendadas durante el manejo de los pacientes
y aceptar el riesgo de contagio, por bajo que este sea, apoyado con educación
continua, dispositivos rígidos para desechar agujas y contar con
esquemas antirretrovirales profilácticos en caso de accidentes
de alto riesgo en el medio hospitalario. En caso de ser necesario, aquellos
que lleguen a contraer la infección durante su trabajo deben tener
asegurado todo el apoyo médico, económico y social que
requieran.
El sentido ético hipocrático debiera promover una disposición
de servicio y benevolencia. Desgraciadamente no siempre ocurre así,
y no han sido pocos los médicos que se han negado en repetidas
ocasiones a tratar o intervenir quirúrgicamente a un paciente
por el solo hecho de estar infectado con el VIH. El médico que
guarda esta actitud infringe una de las normas hipocráticas básicas:
no sólo le está negando la atención, sino que con
su sola actitud lo está dañando. Quienes hemos tenido la
oportunidad de atender pacientes con sida sabemos que el mayor temor
del paciente es el rechazo, una fuente de dolor adicional. El sida perturba
hasta sus máximas consecuencias al individuo que lo padece, como
lo expresa Susan Sontag, en El sida y sus metáforas: “Así como
la enfermedad es la mayor de las miserias, así la mayor miseria
de la enfermedad es la soledad que tiene lugar cuando la naturaleza infecciosa
de la enfermedad disuade de acudir a quienes han de asistir a los enfermos”.
En la lucha contra esta epidemia, el trabajo clínico de calidad
y el buen trato a los enfermos son piedra angular.
Atención de una infección crónica
El tratamiento antirretroviral altamente activo ha convertido al VIH/sida
en un padecimiento crónico. Si bien sigue siendo incurable, la
frecuencia en que los enfermos llegan a encontrarse en estados terminales
del padecimiento es mucho menor que en la era pretratamiento. En esta
parte del camino de la enfermedad, es necesario plantear dos puntos fundamentales:
la paliación y el límite de la intervención del
médico en su intento por prolongar la vida.
La mayor necesidad en el manejo paliativo de los pacientes con sida
es el confort del enfermo. Deben evitarse las hospitalizaciones prolongadas;
en su mayoría los pacientes prefieren estar en casa que en un
hospital. El establecer programas para el manejo de estos pacientes en
sus casas, con el compromiso de familiares, amigos y organizaciones comunitarias
debe formar parte de la atención integral del enfermo. La atención
en casa debe ser una prioridad, siempre y cuando no se comprometa la
vida del paciente por la necesidad de las instalaciones y equipos hospitalarios.
El uso de catéteres de permanencia prolongada y el cuidado de
familiares debidamente entrenados puede ser una alternativa real. Sólo
deberá evitarse la manipulación de agujas contaminadas
con sangre, para evitar accidentes en la casa de los pacientes.
Otro de los conflictos morales a los que se enfrentan los médicos
que atienden pacientes con sida fue planteado por el Dr. Ignacio Chávez
hace muchos años, fuera del contexto de la epidemia del sida,
refiriéndose al paciente terminal: “¿Hasta dónde
es lícito prolongar estas situaciones?, ¿hasta dónde
es moral hacer más larga la agonía?” ¿En qué momento
el dejar de hacer o de administrar un medicamento es la mejor actitud?
En algunos enfermos, prolongar la vida es sólo prolongar el sufrimiento
y la muerte, el único alivio. El médico debe particularizar
cada caso, informar su situación al paciente y, en caso de un
deterioro grave de sus capacidades intelectuales, a los familiares. Es
importante aconsejar, sugerir y entender que a veces el “no hacer” puede
ser la actitud que más beneficie a su enfermo. Paliar molestias,
no prolongar la agonía.
De igual forma, médicos que atienden pacientes con sida pueden
en ocasiones caer en actitudes indolentes ante eventos que comprometen
la vida de los pacientes, por ser portadores de un padecimiento incurable.
Existen explicaciones como la desesperanza, la imposibilidad de curar
o la pérdida de control sobre la enfermedad, sin embargo, no hay
justificación alguna para esta actitud.
El dilema ético
El médico, como parte fundamental de la atención, debe
proteger los intereses del enfermo quien depende del médico no
sólo para la terapia sino para legitimar su enfermedad. Aquí surge
una de las mayores contradicciones a las que se enfrentan los médicos
que trabajan para empresas o instituciones de seguridad social. En 1988,
148 países se adhirieron a la IV Asamblea Mundial de Salud, con
lo que se pretendía proteger los derechos de los pacientes infectados;
sin embargo la realidad en la práctica diaria es otra. El médico
debe estar consciente de que un diagnóstico de infección
por VIH puede ser motivo de despido definitivo o, en el mejor de los
casos, jubilación precoz, no sólo en pacientes con sida
sino también en pacientes asintomáticos. Con este diagnóstico,
el prestador de servicios se convierte en verdugo: el paciente perderá su
fuente de ingresos y, en ocasiones, hasta el mismo servicio médico.
Alguna vez me pregunté, ¿qué hacer con el esposo
(trabajador de la empresa donde prestaba mis servicios como médica)
de una paciente infectada con el VIH por una transfusión tres
años antes? Mi obligación era solicitar la prueba serológica,
pero, si resultaba positiva el trabajador perdería su puesto y,
tres meses después, los beneficios del servicio médico
tanto para él como para su esposa infectada.
Situaciones similares suceden con las compañías de seguros,
que dentro de sus cláusulas excluyen los gastos médicos
relacionados con la infección por VIH. Sobra decir que en ocasiones
una apendicitis, en un paciente diagnosticado de infección por
VIH, se convierte en padecimiento relacionado. La protección del
empleo de los individuos infectados por el VIH deberá ser política
fundamental de la atención, ya que muchos pacientes que se encuentran
en etapa productiva sólo tendrán acceso a la seguridad
social o seguros médicos a través de su empleo.
El sida es una enfermedad con un curso insidioso. Si el paciente no
recibe tratamiento, con el tiempo sufre de un deterioro progresivo,
acompañado
de signos y síntomas que requieren atención, cuidado y
compasión. En la era del tratamiento antirretroviral altamente
activo, si bien se observa una recuperación del estado general
del paciente, la lista de efectos colaterales de los medicamentos suele
ser extensa, lo que requiere de la explicación por parte del médico
e, inclusive, de intervención terapéutica. Es bien conocido
el estigma físico secundario a la lipodistrofia, que ha dado un
nuevo semblante al sida. Si en la era pretratamiento los pacientes con
VIH eran “jóvenes en quienes se ha injertado el cuerpo de
un anciano”, como lo expresaba el escritor francés Hervé Guibert,
en la era del tratamiento antirretroviral altamente activo son pacientes
recuperados con semblante de viejos, que los denuncia como portadores
de la enfermedad.
Los beneficios de la investigación.
La investigación en los sujetos infectados con VIH ha sido, sin
duda, una piedra angular en la lucha contra esta enfermedad, sin ella
nunca se hubiesen logrado tantos avances en tan poco tiempo. De igual
forma, la estructuración de comités de bioética
ha favorecido la protección de los sujetos participantes de estas
investigaciones en los países desarrollados. Pero la igualdad
de derechos es diferente en muchos países subdesarrollados, la
libertad para participar o no en una investigación, por ejemplo,
es diferente, pues mientras en los países desarrollados los pacientes
tienen asegurado el tratamiento convencional, en los países subdesarrollados,
muchas veces, la única forma de tener acceso a tratamiento es
a través de la participación en protocolos de investigación.
La libertad de elegir se encuentra coaccionada por la realidad.
Otro aspecto se ha hecho patente en los últimos años: mientras
que en los países desarrollados se investigan medicamentos primordialmente
para pacientes con fallas virológicas, la investigación
en sujetos vírgenes a tratamientos se realiza, sobre todo, en
países de ingresos medios, donde muchas instituciones de salud
se han vuelto maquiladoras de investigación de la industria farmacéutica
trasnacional. Es el caso de estudios de fase II y III, donde los códigos
de ética tienen que apegarse a los estándares de E. U.,
ya que son vigilados por la Federal Drugs Administration, y por ello
la protección de los sujetos de investigación está garantizada,
incluyendo, en caso de efectividad, el aprovisionamiento del medicamento
o medicamentos una vez terminado el estudio, y un seguro contra eventos
adversos serios.
Pero existen otros matices donde la ética se ve vulnerada, particularmente
en las investigaciones de fase IV promovidas por la industria farmacéutica,
que en realidad son técnicas de mercadotecnia para favorecer el
consumo de uno u otro esquema antirretroviral. En estas investigaciones
se utilizan medicamentos del arsenal antirretroviral que ya están
fuera de las guías de atención de los países desarrollados
por su alta toxicidad y/o baja potencia, como es el caso del DDC. Además,
por tratarse de medicamentos ya comercializados, su costo corre por parte
de las instituciones de salud, y de seguridad social que no encuentran
beneficio alguno ni para la institución ni para los sujetos participantes
y, por el contrario, pueden de manera indirecta incrementar los costos
de atención, ya que se trata de esquemas de medicamentos menos
potentes y más tóxicos. Esta situación alarmante
exige de una solución a través de un Comité de Bioética
centralizado, integrado por personal capacitado, para evaluar estos aspectos
que pueden pasar desapercibidos a miembros de comités de bioética
locales pocos conocedores del tema del VIH/sida en hospitales generales,
donde regularmente se llevan a cabo estas investigaciones.
Finalmente, no sólo los enfermos con sida son víctimas
de la estigmatización y del rechazo sino también los médicos
que los atienden, sea por sus mismos colegas o por las autoridades administrativas
de los hospitales. Por ejemplo, la represión laboral a la que
se enfrenta un médico que trabaja dentro de una institución
de seguridad social por solicitar un medicamento antiviral, que a las
luces de los administradores resulta excesivamente caro e inútil
por ser el sida una enfermedad incurable. Experiencias como ésta
siguen siendo vigentes a más de dos décadas de iniciada
la epidemia y nos hacen patente la necesidad de fomentar la ética
en la práctica médica en todos los niveles de atención.
*Médica especialista del Instituto Nacional de Cancerología
Versión editada del artículo “Ética, VIH/sida
y atención médica”, publicado por la Revista Mexicana
de Bioética, número 2, primer semestre de 2004. |
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