Usted está aquí: lunes 30 de mayo de 2005 Opinión Diplomacia en quiebra

Javier Wimer

Diplomacia en quiebra

La derrota del canciller Derbez a la Secretaría General de la OEA puede considerarse un incidente menor debido a la insignificancia de la institución y del cargo. No lo es, sin embargo, por el modo indecoroso en que terminó el episodio y porque confirma nuestra mala costumbre de andar perdiendo candidaturas. O, dicho de modo más crudo, porque es un proceso que certifica la bancarrota de la diplomacia mexicana.

Perdimos las postulaciones para dirigir la Organización Panamericana de Salud y la Organización Mundial de la Salud, perdimos la sede de la Exposición Universal 2010 y hemos perdido, de paso, el sentido de la proporción, la capacidad crítica para vernos con ojos ajenos, el sentido común que es necesario para superar el síndrome del espejo ausente. Síndrome que consiste en olvidar como somos ahora e imaginarnos como éramos antes y que es frecuente en damas de cierta edad que practican coqueterías propias de los veinte años y en caballeros maduros que fingen, cansados, entusiasmos inexistentes.

Es necesario preguntarnos como hemos llegado a donde hemos llegado, hacer el recuento de los daños e intentar explicarnos el origen del desastre. En escasos cinco años, el gobierno ha conseguido desmantelar el edificio de nuestra política exterior, ha dilapidado el capital de prestigio que habíamos acumulado durante muchos años, ha roto sus alianzas naturales sin construir nuevas y ha perdido las ventajas de una gestión pública con apoyo general.

El episodio de la OEA nos ha confrontado con los principales países latinoamericanos y con Estados Unidos que impulsó, primero y, abandonó, después, la candidatura mexicana. Ahora navegamos solos y al garete, sin rumbo y sin proyecto de ninguna clase.

La historia comenzó con el triunfo electoral de Vicente Fox al frente de una coalición dominada por Acción Nacional, el partido más consistente de la derecha mexicana y cuyas posiciones doctrinarias no parecían amenazar el consenso existente en torno a nuestra política exterior. Había diferencias, desde luego, entre las posiciones oficiales y las posiciones del principal partido de oposición pero ambas se planteaban en una perspectiva nacionalista.

La previsión resultó incorrecta. El Presidente de la República se desentendió de estas nimiedades y dejó en manos de su Secretario de Relaciones, Jorge G. Castañeda, las decisiones fundamentales en esta materia. El entonces Canciller aprovechó la oportunidad para montar un plan de integración con Estados Unidos que subestimaba las asimetrías entre las dos sociedades y que sobreestimaba la influencia de los contactos personales en la vida pública. El desplome de las Torres Gemelas puso fin a este proyecto ilusorio y a la gestión de su principal abanderado.

Se esperaba que el substituto de Castañeda fuera un diplomático de carrera o un jurista distinguido que devolviera la política exterior a sus cauces tradicionales. Pero el Presidente prefirió nombrar a un funcionario de la burocracia financiera quien ocupó como propio ese espacio vacío, ese hoyo negro en que se ha convertido la Secretaría de Relaciones Exteriores.

Más allá de la crítica que pueda hacerse a la gestión de los dos últimos cancilleres, de sus fantasías y desvaríos, quiero destacar el desinterés que el Presidente de la República tiene por el tema internacional y su responsabilidad directa en la situación actual. No se le puede reprochar su limitada visión del mundo pero sí que pase por alto que la política exterior tiene en México el rango de ideología nacional.

Se ufana el presidente Fox de su origen empresarial y de su filiación panista aunque, en realidad, proyecta más la imagen de un ranchero formado en la tradición cristera que la imagen de un líder doctrinario en el estilo de Gómez Morín o Castillo Peraza. Estamos, pues, en presencia de un representante de la derecha agropecuaria y por eso no debe de sorprendernos que sea tan afecto a las manifestaciones de culto religioso y tan desconfiado de los símbolos patrios.

Esta forma de entender y de asumir la realidad pesa mucho en nuestro proceso político y sirve al proyecto imperial para desmantelar a los estados débiles en nombre de la globalización. Y aquí es donde se encuentran, en el ambiguo espacio del poder, el creador del vacío y el guardián del vacío, un presidente ranchero y un canciller transnacional.

Por cualquier lado que se vea, el ámbito de nuestra política exterior debe ser declarada zona de desastre. No tenemos objetivos ni programas, nos quedamos sin amigos y es creciente la lista de nuestras diferencias con países latinoamericanos como Santo Domingo, Cuba, Brasil o Chile. Además y para colmo, la actual administración se ha distinguido por su celo para destruir el servicio de carrera mediante normas legales y disposiciones arbitrarias tendientes a eliminar a los diplomáticos profesionales de su ámbito propio. Hazaña que ya tiene el aliento de un verdadero genocidio administrativo.

Resulta previsible que la situación empeore antes de mejorar. Es así por dos razones. La primera porque el canciller ha gastado parte de su capital político en la aventura de la OEA y regresa a la patria con un poder de negociación muy disminuido. La segunda porque conforme nos acerquemos a las elecciones presidenciales crecerá el apetito del gobierno por usar con fines coyunturales los espacios de la diplomacia.

 
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