Don Quijote y el deseo
La monumental obra de Cervantes, cuyo máximo exponente es Don Quijote, se revela una y otra vez como abierta e intemporal. Cada nueva aproximación a esa magistral novela es una nueva lectura que deslumbra por su hondura y vigencia.
Resulta sorprendente cómo un texto nacido hace 400 años puede arrojar luz sobre los acuciantes conflictos que aquejan hoy a un planeta que se jacta de avances como la globalización y el grado de complejidad de la tecnología actual, pero niega de manera bizarra y obtusa que lo que en realidad se ha globalizado es la miseria, el imperialismo desmedido, las guerras, el narcopoder, el terrorismo y tantos otros desastres.
Ni qué decir del maltrato tramposo y desmedido que sufre la mujer en un mundo que juega a ''darle oportunidades", y por otra parte vemos cómo se incrementan, por ejemplo, la violencia sobre ellas en España, en países islámicos, el juego sucio de poder y acoso hacia la mujer en los países industrializados, o el vergonzoso ejemplo de muerte y violencia que pesa sobre nuestro país en torno de los feminicidios en Ciudad Juárez.
Si sabemos verlo, detrás de todos esos desastres lo que se oculta es asunto de poder y detrás de ello el asunto, más complejo aún, del deseo y sus vicisitudes. Entre tanta ceguera han aparecido ojos acuciosos que han apuntado con certeza al meollo del asunto. Y entre ellos, escasos por cierto, surge un visionario como Cervantes y su alter ego Don Quijote. Cervantes y su caballero andante no se arredran ante la postura imperante en pleno siglo XVII: el hombre como un ser precario que no es nadie sino mediante otro (rey, padre, Iglesia) tiran e inaccesible. Tampoco comulga con la represión ejercida sobre la sexualidad de la mujer.
Por el contrario, al colocar a la mujer y su sexualidad en el ascendiente directo de la madre tierra posiciona al hombre en el lugar del deseo. No negamos las vicisitudes y ansiedades que conlleva el hecho de poder ocupar el lugar de deseado y deseante.
Si la situación fuese tan sencilla no habría neurosis ni desajustes emocionales. Pero bien advirtió Freud que el individuo enferma por no amar. Amar y trabajar eran para él las únicas posibles soluciones para no quedar atrapados en las vicisitudes inherentes a la estructura síquica.
Asimismo, fueron Cervantes y Don Quijote quienes denunciaron el abuso del poder del Estado fraguado en un manejo maniqueo del hombre, vía la represión, para colocarlo, o mejor dicho, descolocarlo de su propio deseo y hacer de él un títere manejable y manipulable, y a la vez un ser marginal.
Sin embargo, y aquí quisiera centrar mi reflexión, los marginados a los que Cervantes alude son seres marginados y desarraigados pero aún conservan, (tomemos como ejemplo a los gitanos), algo de su erotismo y sexualidad, aún muestran atisbos de pulsión de vida. Si vemos la involución que el ser humano ha sufrido en cuatro centurias, lo que observamos tanto nos intriga como nos aterra.
La parte no marginal de la población se está robotizando, desafectivizando y va siendo tragada por una cultura narcista que los empuja cada vez más al abismo: competitividad deshumanizada, trastornos emocionales cada vez más severos y una sensación de depresión y vacío.
Por otra parte, la población marginal compuesta por minorías y pobres se incrementa día con día de forma vertiginosa. Los marginados van siendo empujados a una situación cada vez más precaria y el individuo actúa de forma caótica, sin estructura, sin erotismo, portador de una agresión inmanejable que al marginarlo más aún, lo sume en una depresión de matices sicóticos.
La lucha entre Eros y Tánatos está perdida, triunfante la pulsión de muerte y vetada la condición de sujeto de deseo sólo queda la deshumanización y el caos. Esto fue vislumbrado por Cervantes con claridad sorprendente.
Las batallas de Don Quijote eran algo más que peleas con molinos de viento y con bandoleros, en realidad luchaba por denunciar que la peor amenaza hacia el hombre es aquella que atenta contra su deseo, contra la esencia del ser y su condición humana.