Usted está aquí: lunes 23 de mayo de 2005 Opinión Cuarto para las siete

Hermann Bellinghausen

Cuarto para las siete

El edificio se alza, intimidante y prometedor, desde los globos oculares de Belarmino hasta su asalto de las alturas. Una mole con algo de teatro antiguo o mausoleo, pero con ventanas y departamentos numerados del uno al 26. Si papelito no miente, estas son la calle, el zaguán y el interfono adonde tenía que llegar.

Cualquiera que lo hubiese seguido juraría que está perdido. Belarmino trota las rutas de la ciudad con un paso muy parecido al del caos. Su intención es no llegar temprano a ninguna tarde, si ya las noches son tan largas y las mañanas rumbosas se escurren rapidísimo entre sus dedos, por más que los apriete.

La situación le resulta vagamente kafkiana, pues a decir verdad no sabe a qué vino. O sea, obtuvo la dirección accidentalmente, hizo el camino, se encuentra en el acceso principal, y desconoce por qué acudió. ¿Curiosidad? Tal vez: pongamos un punto. ¿Sentido del deber? Medio punto. ¿Necesidades de primate? Otro punto, si acaso. ¿Por seguir al azar? Vaya, al fin: dos puntos.

En todas partes le preguntan que cuál es su trabajo, que le permite perder tanto el tiempo. Y el responde que precisamente eso: perder el tiempo. Respuesta que en sí representa ya una pérdida de tiempo.

Lo más seguro es que la vuelta que se dio para llegar hasta el edificio sea un jab en el aire, una bola de desperdicio. Pero, ah la analogía: en el último round, en la parte alta de la novena entrada con casa llena, dos outs, dos strikes, marcador en contra y la carta de Tarot del ahorcado en la mano.

No se atreve a dejarla caer. Hay cosas que no se tiran en la calle: tarjetas telefónicas con crédito, boletos del Metro, teléfonos de un sitio de taxis, anuncios de tlapalería con calendario de bolsillo. Guarda la carta de Tarot en la bolsa de la camisa, entre los cigarros y el corazón. Le truenan los nudillos. Se humedece los labios. Desarremanga su camisa y abotona las mangas en las muñecas. Frota contra el pantalón las palmas sudorosas. Recorre en un solo plano-secuencia moroso y prolongado el edificio de arriba abajo y de lado a lado.

¿Toca? ¿O simplemente sube? ¿O por una vez razonable, gira sobre sus talones y desanda el camino, se pierde a sus anchas y olvida que en algún momento tuvo una esperanza y la creyó susceptible de cumplimiento? Se da tiempo para decidir, como si aguardara a que alguien más lo hiciera por él, o "las cosas" se decidieran solas.

Hay que darles un empujoncito a veces. A las cosas. El fatalismo es una de las debilidades fuertes de Belarmino. Responde "no" a preguntas que nadie ha hecho, y se convence de antemano de que lo que busca (¿busca algo?) le será negado.

De poco tráfico, la calle. Ancha pero desaprovechada. Hasta con jacarandas colgando del aire. ¿Pasará la tarde entera allí parado, sin resolver si toca o se va? Alguien sale. De improviso camina hacia el zaguán y se escurre al interior antes de que cierre el portón automático.

Ya está adentro. Sólo es cuestión de subir. Las escaleras. De caracol. De granito y barandal de latón. El cubo que asciende es un rizo de oro animado desde la alta araña de cristal que arroja hilillos de luz nueve pisos arriba.

Ultimamente anda devaluadón. No se le ocurre que puedan estarlo esperando. Allí o en otro lado. No es tan importante para nadie. No obstante sube la espiral, piso tras piso. Va al ocho, a mano izquierda, la puerta del farolito sin foco. Antes de alcanzarla sus nudillos dubitantes, ésta se abre con una inexplicable sonrisa asomada apenas distinguible en la penumbra.

La puerta lo engulle al cuarto para las siete. A partir de entonces nada sabemos de Belarmino. Ni sabremos por ahora, así que mejor nos desentendemos. Ya se comunicará, o algo.

 
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