¿De qué lado estás?
Estoy en un país en guerra consigo mismo. Me encuentro aquí en calidad de periodista. El hotel en el que se hospeda la prensa está administrado por partes iguales de ambos bandos en conflicto. Por más que internamente yo apoye a uno de los dos, en mis reportajes no dejo ver mi parcialidad, aun cuando esto me resulte difícil y un tanto deshonesto. Pero comprendo bien cuál es mi papel y me atengo a las consecuencias. La alternativa sería dejar la pluma y tomar el fusil, cosa que no podía estar más lejos de mis posibilidades. Esta noche varios colegas estamos reunidos en el lobby; queremos relajarnos un poco y planeamos a dónde ir.
No por haber guerra se ha paralizado el país; aquí la gente, ajena a los bandos, trata de vivir su vida cotidiana. Lo hace admirablemente. Si hoy se vino abajo un edificio, hoy mismo ha empezado su reconstrucción. Esta actitud es una especie de guerra paralela cuya premisa parece ser: a edificio caído, edificio levantado. A ver quién gana. Cada hombre vivo vale por él mismo y, por lo menos, por un hombre muerto. En cuanto a nosotros, estamos por irnos a un bar cuando advierto que dejé mis papeles en la habitación. Informo a mis compañeros que los alcanzaré tan pronto como pueda y subo a buscar mi documentación.
Al llegar a mi piso, veo guardias que recorren los pasillos, lo que en este caso me tiene más bien alerta que segura. Ante mi habitación veo a un hombre apoyado contra la puerta. Verifico que se trata de mi habitación y le pregunto qué hace ahí. Nervioso, casi balbuceante, me contesta que espera a un compañero suyo que metió un servicio de comida. Le aseguro que yo no pedí ningún servicio de comida. Con la mano temblorosa introduzco la tarjeta llave en la ranura cerradura de la puerta y, al abrirse ésta, cruzo el umbral.
No bien me encuentro adentro, veo a otro hombre, éste encaramado sobre el mueble en el que se encuentra el lavabo. Lo sorprendo en el momento en que introduce unos cables en el sistema de luz del baño. Le pregunto qué está haciendo. Me responde que arregla el foco largo de luz neón. Le confirmo que el foco no presentaba ningún problema y que, por cierto, yo no había solicitado que repararan nada. Ambos hombres se cruzan con la mirada y están por irse cuando los obligo, primero, a esperarme a que vea si mi documentación está completa. Al cerciorarme de que sí y guardarla, los conmino a bajar conmigo a la administración. Pero, antes de que yo cierre la puerta tras de mí, los dos han huido.
Me fijo en que los policías del piso están impasibles, como si no hubieran visto nada fuera de lo común. Siento miedo y opto por bajar por las escaleras los siete pisos que me separan de la administración. Temo el encierro del ascensor como nunca. Frente al mostrador, detallo lo acontecido. "Un hombre colocó micrófonos o cámaras en mi habitación." Tan impasibles como los guardias del piso, en la administración me aseveran que en el hotel no hay espías. Mi inquietud aumenta. Me preguntan si estaría en la disposición de describir a los hombres que dije haber visto y, llegada la oportunidad, a identificarlos. Estoy por ratificar que sí cuando, de una puerta detrás del mostrador, veo a uno de ellos, ahora de uniforme de empleado del hotel. Me mira fijamente a los ojos. Me siento perdida. Algo me dice que lo mejor que puedo hacer es olvidarme del asunto. Pero el miedo, más fuerte que yo, me hace pronunciar angustiosamente la palabra "mamá" como llamándola en mi auxilio. Me cuesta dar la espalda a la gente de la administración que se ha agrupado del otro lado del mostrador. Al forzarme a hacerlo y dirigirme a la puerta de salida, un escalofrío recorre mi columna vertebral.
Cuando me reúno en el bar con mis colegas no sé si contarles lo sucedido. ¿De cuál de los bandos me espían? ¿Del que internamente yo apoyo? ¿Del otro? La duda no logra sino hacer que mi angustia crezca. De pronto me siento sola; no, peor que eso: señalada y perseguida. Mis compañeros ríen relajados.
Apenas notan que no los acompaño ni en su risa ni en su relajamiento, me preguntan qué me sucede. Pero a mí me parece que entre ellos también puede haber espías o, en todo caso, que, igual que yo, internamente apoyan a uno de los dos bandos, y que éste puede ser el contrario al "mío". ¿Y si es del mío del que me persiguen, ajenos a mi apoyo? La sensación que me invade es desconsoladora. Encuentro que no tengo a quién aliarme ni en dónde dormir, aun con las botas puestas.