Cantó con Delgadillo, Viglietti y Lázaro García
Una noche poética musical, regalo de Silvio Rodríguez en el Zócalo
Fue una noche larga, fresca, de vaivenes emocionales. Una noche poslluviosa, de nostalgias y esperanzas, de amor o recuerdos. Una noche de música y poesía. Fue el rencuentro de Silvio Rodríguez con el gran público de México, aliado y cómplice, seguidor incondicional de tantos años y utopías.
El Zócalo de la capital del país quedó desbordado la noche del sábado por el poder de convocatoria del cantautor cubano. Ochenta, cien mil, ¿muchas más? Un chingo de personas de edades, estratos sociales y pensamientos políticos diferentes allí reunidas, convertidas en un colosal miocardio durante más de tres horas. ¡El milagro de la palabra cantada!
Silvio, pródigo y entusiasta como no se le veía desde hace mucho en sus conciertos, fue de menos a más durante esta cita masiva y gratuita con la que cerró su gira por México, luego de haber ofrendado tres presentaciones en el Auditorio Nacional.
Y si bien al inicio los ánimos parecían menguados, amodorrados entre ese leviatán chilango que se desparramó por lo ancho y lo largo de la Plaza de la Constitución, más allá de la plancha de concreto, hasta invadir la calle, el rumbo emotivo de las acciones cambió cuando el vate, ese Rilke caribeño, comenzó a campechanear nuevos temas con sus clásicos imprescindibles, como Playa Girón, Ojalá y Alabanzas.
Hasta antes de ese momento, el lugar era un polvorín húmedo. Acaso la lluvia de la tarde había influido en la numerosa concurrencia, lo mismo que el frío vientecillo y el amenazante chipi chipi que se dejó sentir de vez en cuando durante el recital. Había mucha disposición de prenderse, pero faltaba ese algo.
Un problema en el audio, la falta de volumen, fue un ingrediente más en contra de ese comienzo titubeante del concierto. Chiflidos, gritos, abucheos, peticiones irrumpieron dispersos en pequeñas células hasta que el desperfecto fue arreglado, a eso de la quinta o sexta canción.
Después de que el trío Trovarroco deleitó con virtuosa ejecución instrumental de la cubanísima Juramento, de Miguel Matamoros, apareció Silvio entre estridentes ovaciones y gritos coreando su nombre, y un retraso de 40 minutos de acuerdo con la hora programada, las ocho de la noche.
Abrió la velada con Mi casa ha sido tomada por las flores, tema incluido en su más reciente disco, Cita con ángeles. Muy pocos la cantaron, pero muchos la aplaudieron, como sucedió con las siguientes piezas.
El espacio era cada vez más estrecho entre un individuo y otro. Seguía llegando gente al Zócalo. Prevalecieron los jóvenes, no obstante que pudo verse personas de todas edades, desde niños en brazos hasta ancianos.
Banderas de Cuba, de México y de la UNAM ondearon entre las decenas de miles de cabezas. De vez en vez, se percibían olores a mota, chemo o activo, cerveza u otras bebidas embriagantes. Pero todo se mantuvo en calma y paz durante la larga sesión poética musical.
Algunos comenzaron a impacientarse al no escuchar la canción o canciones que esperaban y comenzaron a solicitarla o solicitarlas, gritando sus títulos. Cómo sería la situación que mejor prendieron más los ánimos dos de los tres cantautores que, al noveno tema, fueron invitados a cantar por el trovador isleño: el mexicano Fernando Delgadillo y el uruguayo Daniel Viglietti. El otro fue el cubano Lázaro García.
Con Viglietti llegó el momento de la conciencia social, gritos masivos de apoyo al EZLN y vítores a la memoria de Emiliano Zapata. El músico sudamericano regaló dos canciones en esa tónica: A desalambrar y Chiapanecos, en las que habla sobre el reparto de la tierra y la esperanza que ha traído para la humanidad el movimiento zapatista, respectivamente.
De allí en adelante fue la noche de Silvio, para fortuna de su público, incondicionales y no tanto. Canciones como El papalote, Letra de piel, ¿Adónde van? despertaron a un adormilado coro que conforme se fueron sumando piezas más conocidas, como Canción del elegido y Sueño con serpientes, dejó de musitar tímidamente para dar rienda suelta desaforadamente a los pulmones.
Lo apoteósico de la noche llegó con Ojalá, himno de los enamorados, de los utópicos, de los que sueñan. Ese coro improvisado de más de cien mil gargantas no tenía ya empacho y cantó con ímpetu y estridencia, provocando el estremecimiento eléctrico de la piel.
Silvio sintió seguramente esa intensidad emotiva en el ambiente, pues si bien se despidió hasta en cinco ocasiones, regresó el mismo número de veces para regalar sendas piezas, entre ellas Mi unicornio azul, y culminar así la presentación con 28. El reloj marcaba poco más de medianoche y la gente no quería irse, pedía más.
Fue noche de poesía cantada, en la que los enamorados se abrazaron, acariciaron y besaron y los soñadores regresaron a sus casas con esperanza y una sonrisa en el rostro.