Venegas en el arzobispado
En el museo de la Secretaría de Hacienda hoy día el público es recibido por un enorme Buda de unos 5 metros de alto. Está realizado en madera de ahuehuete, pero no creo que se trate del mismo ahuehuete legendario, cuya historia tanto sorprendió a Francesco Pelizzi hace más de 10 años, y del cual emergieron las piezas en altorrelieve que Germán Venegas presentó en la exposición Polvo de imágenes (1992) en el Museo de Arte Moderno, después aumentada con obras de mayor tamaño en el Museo de Arte Contemporáneo de Monterrey.
Recuerdo que en aquella ocasión ya lejana, como preparación para la muestra, Dulce María de Alvarado hizo una serie de entrevistas a Venegas que después edité como si se tratara de una memoria profesional corta. Allí él afirmó que antes de abrazar la profesión de artista y de ingresar a La Esmeralda, donde fue discípulo de Javier Anzures, aprendió el oficio de talla en madera, casi sin darse cuenta, para ganarse la vida.
Después transmitió a otros familiares suyos ese oficio y éstos se convirtieron en tallistas. Pero enamorado y obsesionado con la pintura, quiso arrancarle sus secretos, era entonces y sigue siendo un expresionista de cepa pura, de la misma familia que Nolde, Rouault y acaso también de José Clemente Orozco, más su quehacer pictórico actual ofrece sus diferencias con lo que antes realizó.
Se exhiben unas 80 obras suyas entre esculturas, pinturas y acuarelas. Sobresalen por sus dimensiones y por su factura las primeras. Se recordará que hace unos años, varias esculturas de Buda fueron vandálicamente destruidas, pero no es ésa la razón por la que Venegas ha tomado al Iluminado como eje temático de no pocas de sus piezas; hay otro motivo: después de la realización de un arcón de grandes dimensiones tallado por todas sus caras, al que tituló El triunfo de la muerte -y de otras obras que se relacionaban con ese ''polvo de aquellos lodos"-, el autor debe haber experimentado un vacío que lo llevó a reflexionar y a plantearse una vía religiosa alterna. La encontró en una especie de misticismo búdico que lo ha convertido, si no en un asceta, sí en un sujeto maduro que trae a su quehacer físico una práctica espiritual. Venegas lleva una vida grata en su amplio espacio de San Andrés, cerca de Xochimilco, un sitio casi rural.
Pero el quehacer pictórico y escultórico se le imponen, de modo que no puede llegar a ser un budista total, aunque ha renunciado en gran medida al afecto por el reconocimiento, a la acumulación monetaria ambiciosa y también en medida más amplia, al mundanal ruido.
En términos generales hay en la muestra, curada por Carlos Ashida, dos ''razas" de esculturas búdicas. Las de tamaño grande, realizadas con certero modo de desbastar la madera, sin eludir una cierta brusquedad, excepto en los rostros, y otras, también talladas en madera, pero de formato intimista, tamizadas con cera, minuciosas e intemporales y de una finura extrema en el rendimiento del detalle.
Entre las primeras hay un Chac Mool con cara de dragón chino que debería ser adquirido por el Museo Nacional de Antropología, pues es una pieza que continúa una tradición con sentido contemporáneo.
La que antes mencioné (a la entrada) tiene un rasgo muy peculiar. Conjuga budismo con cristianismo, no sé si en forma propositiva o latente. Resulta que la mano derecha del Buda, debido a un fenómeno especial de la madera, tiene su carne perforada, herida y purulenta, como si hubiera recibido un estigma tal como los que recibió, según el Santoral, San Francisco de Asís.
Las manos de este Buda están esbozadas, pero los pies acusan mayor trabajo. No dejan de recordar, en cierto grado, las tallas de Mardonio Magaña, pero sin ánimo de ofender, diré que éstas son mejores. Así como los esclavos de Miguel Angel para el Boboli, emergían de la piedra, así estas esculturas acusan su carácter arbóreo, nacen del ahuehuete y lo proclaman, pero sus corporeidades han alcanzado otro estatus.
Alternan con las pinturas, varias de las cuales u otras parecidas ya se habían visto en la galería de La Esmeralda hará un año. Sin embargo encontré cuatro, de idéntico formato, que difieren de aquéllas. Según Venegas son unas venus, la primera es evidentemente la de Boticelli, la segunda es picassiana y las otras dos son hijas deformes de Rubens, pero no se trata de glosas, sino de poses y sobre todo en estas últimas, de la manera en que ha sido evocada a base de brochazos gruesos, la carnosidad rubensiana.
Hay un maravilloso toro trabajado en bulto que parece sacado de un friso clásico. En pintura de gran formato, los óxidos prevalecen y confieren cierta monotonía a los grandes dípticos realizados a partir de 1996 y hasta 1999.