Los de enmedio
La Segunda Guerra Mundial es el más cinematográfico de todos los conflictos bélicos. Fue la última vez en que hubo buenos y malos, y eso facilita el trabajo de los guionistas. En años recientes la pantalla nos ha recetado oficiales nazis que no eran tan malos, o que más bien eran buenos, y que se vieron atrapados entre el deber y sus convicciones personales. También ha ido apareciendo por ahí la diversidad de una guerra que no fue sólo entre alemanes y gringos, o entre gringos y japoneses, como lo quiso el imaginario colectivo de estas latitudes, forjado a punta de producciones fílmicas. También hubo soviéticos en la contienda: 25 millones de muertos soviéticos. Y chinos. Y polacos. Y franceses. Y africanos. Y latinoamericanos (poquitos). Y yugoslavos y españoles, en ambos bandos. Y muchos otros.
En todo caso, los emblemas oficiales de la Segunda Guerra Mundial -monumentos, medallas, ilustraciones, carteles, timbres postales, pinturas murales y óperas- tienen una iconografía de cascos, botas, fusiles, piezas de artillería, aviones, submarinos y acorazados. Es decir, cuentan una historia de soldados contra soldados, de estrategas contra estrategas, de generales contra generales. Ya no importa que hubiera muchas nacionalidades entre los beligerantes, pero fue una gesta de militares.
La imaginería de acero y heroísmo no deja lugar en el relato para los protagonistas silenciosos de la guerra. Con la excepción de los judíos -cuyo exterminio en masa de millones sigue desafiando el entendimiento y oprimiendo el corazón, a seis décadas de perpetrado-, los civiles que padecieron el conflicto no cuentan en la historia. No hay, en toda esa parafernalia, la representación de una cafetera rota, de un sofá apachurrado, de un zapato viudo, de una casa huérfana de su techo, de una cama perforada. Tal vez sea más fácil representar en una sola escultura a, pongamos, 50 mil efectivos uniformados e idénticos, que a la enorme variedad de vidas y circunstancias personales rotas por los obuses, el hambre y la simple crueldad militar.
¿Cómo se esculpe una estatua que incluya a la abuela con su nieto, al tendero que padecía de gota, a la mucama, al saxofonista, a la prostituta, al religioso, al joven con granos en la cara y cuadernos bajo el brazo, al contador diligente, a la actriz de medio pelo, al tío solterón, a la vieja loca? ¿En qué forma se glorifica al tullido que no pudo correr a la hora de la metralla, al borracho que no salió a tiempo del edificio en llamas, a la campesina que no vio venir los tanques?
Ya no están. Ya no queda ningún rastro de su existencia.
Los efectivos regulares podían esperar, al menos, una lápida con su nombre, número y fechas de nacimiento y baja definitiva en uno de esos innumerables palomares mortuorios cuyas extensiones roban terreno a la agricultura europea. Buena parte de los civiles, en cambio, se quedaron en algún cráter de bomba -y vaya que se produjeron muchos- o en un cerro de cascajo de esos que, años después, el Plan Marshall convirtió en torres relucientes y democráticos, o sobre los que la maquinaria estalinista construyó edificios opresivos y grandilocuentes.
Los civiles -ése fue su error- no tenían una alineación precisa entre el bien y el mal. Simplemente estaban vivos en medio de la hecatombe. No eran necesariamente buenos los habitantes de Londres, Lídice y Stalingrado, ni eran necesariamente malos los residentes de Dresde y Nagasaki. ¿Y qué eran los pobladores de Varsovia, judíos y gentiles, masacrados por los malos y abandonados a su suerte por los dos bandos en que se dividían los buenos? Ayer Vladimir Putin, rodeado por Bush, Chirac y Schroeder, presidió un desfile más de la victoria: en la Plaza Roja y a la usanza de los antiguos secretarios generales. Dijo que el triunfo de los aliados sobre los nazis fue un triunfo del bien contra el mal. Se le olvidó mencionar, o no quiso hacerlo, que el bien y el mal ganaron, juntos, una guerra gloriosa y magnífica contra la gente.