Muley, Abdhum y la caza del conejo
Ampliar la imagen Muley y Abdhum preparan la cena en medio del desierto y bajo las estrellas FOTO Blanche Petrich
En los territorios liberados no hay un solo kilómetro de carretera y no se sabe cuántas almas deambulan por la hamada y el erg, diferentes tipos de desierto. Las señales viales no existen, salvo algunas rutas marcadas por llantas enterradas en la arena por los cascos azules de la ONU, que así se guían por las inmensas extensiones.
Pero Abdhum, que en sus años mozos condujo caravanas de camellos, maneja su vehículo a gran velocidad con rumbo fijo, día o noche, sin dudar jamás, cruzando las numerosas huellas que han dejado otros vehículos como un tejido en el terreno. A veces da un volantazo y tuerce el camino, otras veces sigue por horas un trazo en línea recta, leyendo signos que sólo él sabe en el horizonte, obedeciendo a la brújula oculta que guarda en el cerebro. Trata a los visitantes con el mismo rigor que usaba con sus camellos: "¡Yala! ¡yala!" (vamos, vamos) apura a quienes se demoran.
Su bien más preciado es un viejo reproductor de casetes y dos bocinas que tapa cuidadosamente para protegerlos de la insidiosa arena. Noche o día, oye sin cesar las mismas piezas de música tradicional de Mauritania y canturrea por lo bajo. Por momentos se inspira y suelta el volante para danzar con sus manazas enormes y endurecidas, moviéndolas al ritmo de una canción de amor en la que un hombre alaba la belleza de una mujer que se asemeja a la Luna. Por las noches, con el turbante puesto, sólo hacen presencia sus ojos fieros, fijos en la negra inmensidad, y su vozarrón.
Una de esas noches Mulay, el guía del grupo, rompió la serenidad del conductor con un grito: "¡Nairle! ¡Un conejo!" A diferencia de la árida zona del Sáhara argelino, en los territorios liberados abundan matorrales donde se encuentran algunas especies animales, aves, iguanas y estos hermosos conejos color arena de largas y aterciopeladas orejas rayadas. Cegado por la luz del vehículo, el animal se paralizó unos segundos y después emprendió una increíble carrera. Los dos saharauis, decididos a cenar carne fresca, lanzaron el jeep tras él, dando tumbos y zigzagueando, gritando salvajemente, obligando al conejo a correr en círculos. Con la agilidad de una liebre, Muley saltó de la camioneta y esgrimiendo un bastón preparó la emboscada. El animal lo burló y Abdhum decidió abandonarlo en la oscuridad y seguir tras la presa. Trascurrirían unos 20 minutos de frenética persecución desventajosa cuando el corazón del conejo empezó a fallar, hasta que, exhausto, se detuvo y fue capturado, vencido por el potente motor del vehículo.
Entonces hubo que regresar por Muley, perdido en algún punto negro. Abdhum no dudó. Minutos después los faros del vehículo iluminaban al hombrecito, que en la carrera había aventado sus sandalias por ahí. Y tras la pista de las sandalias se lanzó el chofer, que todo lo ve. Las encontró en cuestión de segundos.
Lo demás fue hallar un sitio idóneo para el banquete. Muley -licenciado en filología española por la Universidad de Pinar del Río, Cuba- ordenó con inequívoco giro cubano: "Mira a ver que no se te muera el conejo". Advirtió: "Si no, un musulmán no se lo come".
Hasta los seis años Muley vivió a lomo de camellos o correteando cabras en las inmediaciones del Río de Oro y la centenaria ciudad sagrada de Smara. De su primera infancia no le quedan recuerdos. Un día fue cortada de tajo por la aviación marroquí. Cumplió los siete años ya refugiado, en los primeros asentamientos, donde el hambre y la sed mataban a un promedio de 10 niños al día. A los 14 años su madre accedió a embarcarlo en un buque soviético con otros 800 niños saharauis en Argel rumbo al desconocido continente americano. Desembarcaron en Cuba. Ahí pasó Muley sus años formativos con niños nicaragüenses, salvadoreños, venezolanos, cubanos y de muchos otros lugares del tercer mundo. Terminó la secundaria y la primaria en la Isla de la Juventud y luego hizo su carrera. Como todos los muchachos de su generación, volvió al Sáhara como cuadro del Frente Polisario.
Muley decide que el sitio idóneo para el sacrificio sea un lecho de arena rodeado de matorrales espinosos y azotado por el viento. Abdhum saltó del jeep con los cacharros del té y de inmediato inició la tarea. Muley, por su parte, degolló al animal, lo despellejó y pronto todos silenciaban su conciencia ecologista y cenaban bajo las estrellas té y conejo.
Faltaban horas de camino para llegar a Tifariti, pero, ya con la panza llena, Abdhum no cantaba por lo bajo, sino a voz en cuello.
Blanche Petrich