Explotación, despojo, desigualdad
José Blanco recuerda, con razón, que en cualquier sociedad del plustrabajo (o trabajo no pagado o producto excedente) salen, no sólo los lujos, los fastos y las ceremonias de la clase dirigente, sino el fondo de acumulación social necesario para la reproducción real e imaginaria de la sociedad (canales, pirámides, obras hidráulicas, templos, conventos, caminos, periféricos, drenajes, bibliotecas, universidades, palacios, flotas, hospitales, armamentos, conocimientos, y así sucesivamente). Es decir, desde los albores de las civilizaciones en cada sociedad existen un fondo de consumo (lo que reciben los productores directos, incluso bajo forma de cobertura social) y un fondo de acumulación.
Quién controla y decide, y en qué proporciones, sobre este fondo de acumulación creado por el trabajo de la sociedad -si la nobleza y el clero, o la burocracia estatal, o los propietarios del capital, se-gún de cuál formación social se trate- es la cuestión esencial en disputa (no la única ni la más visible) en cada una de esas sociedades. Esa disputa, innecesario es decirlo, adquiere en las conciencias las más diversas y decisivas representaciones imaginarias o simbólicas.
En la moderna sociedad capitalista, cuya red de relaciones de desigualdad, explotación y despojo hoy engloba al planeta bajo el nombre de globalización, quien decide sobre ese fondo global es la clase capitalista global, sus fracciones nacionales, sus organismos específicos (Fondo Monetario Internacional, Banco Mundial, aunque no sólo ellos), sus grandes centros financieros y militares, y sus dependencias subordinadas bajo la forma de estados nacionales y capitales locales. Quién controla qué, quién tiene el poder de decidir e imponer sobre el uso y la distribución de ese fondo: ésta es la desigualdad consustancial a este sistema de relaciones capitalistas llamado globalización, que veloz y fantásticamente en los 15 años recientes se ha extendido en superficie y profundidad al planeta entero.
La relación que, sin ser la única, rige esta desigualdad consustancial a esta configuración del mundo moderno es la relación de explotación, es decir, de control y apropiación privados del plustrabajo o trabajo no pagado.
Entonces, cuando digo que la izquierda socialista en esta sociedad tiene entre sus objetivos combatir la explotación, no estoy diciendo que la puede abolir con un golpe de Estado o desde el poder del Estado (idea absurda adoptada por Stalin y sus discípulos en el inicio de los años treinta, que condujo a masacres de campesinos y a los procesos de Moscú, unas y otros con millones -dije millones- de muertos y desaparecidos).
Estoy diciendo que los productores directos, asalariados o no, necesitan organizarse por cuenta propia, sin la tutela del Estado, para disputar a los propietarios del capital (hoy dueños también de la tierra, los bosques, el agua, los caminos, la biodiversidad), por un lado, cuánto toca a los productores directos en el fondo de consumo de la sociedad (uno de cuyos índices es la proporción que toca al salario, directo e indirecto, en el producto interno bruto), y por el otro, quién controla a los propietarios del capital, que hoy son los dueños, de derecho o de hecho, del destino del fondo de acumulación de la sociedad.
Estas proporciones expresan, en los términos de Carlos Marx que José Blanco asume, "el grado de explotación de la fuerza de trabajo por el capital". Combatir la explotación no es abolirla por un decreto de Estado, es organizarse para disputar a los dueños del capital la participación de los productores directos en el producto social y en las decisiones sobre el fondo de acumulación. Para organizarse es necesario tener claro cuál es el objeto de la confrontación y quiénes son sus sujetos. Durante todo el siglo XX fue en esa disputa, antes que en cualquier otro terreno, donde fueron creciendo las capacidades de autodeterminación de la sociedad y con ellas su forma jurídica específica, la democracia.
Concentrarse, en cambio -como propone José Blanco-, en "las decisiones sobre la inversión necesaria para detonar las fuerzas dinámicas del desarrollo capitalista", es decir, confiar en este desarrollo como el vehículo para una disminución gradual de la desigualdad, me parece una visión ilusoria. En todo caso, no corresponde a esta realidad contemporánea, en la cual la dinámica expansión mundial de esas fuerzas del desarrollo capitalista, cuyos dueños son quienes deciden la inversión que consideran necesaria, es el vehículo más poderoso y arrasador de la marea de creciente desigualdad, explotación, degradación y destrucción de la fuerza de trabajo humana y desastres naturales que hoy envuelve al mundo.
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Aquí también, como José Blanco, quiero traer mi propia cita del mismo tomo uno de El capital, en su página 320. Escribía Marx y escribía con ira:
"La producción capitalista, que en esencia es producción de plusvalor, absorción de plustrabajo, produce por tanto, con la prolongación de la jornada laboral, no sólo la atrofia de la fuerza de trabajo humana, a la que despoja -en lo moral y en lo físico- de sus condiciones normales de desarrollo y actividad. Produce el agotamiento y muerte prematuros de la fuerza de trabajo misma. Prolonga, durante un lapso, el tiempo de producción del obrero, reduciéndole la duración de la vida."
Cualquier trabajadora de una maquiladora, cualquier migrante mexicano en Estados Unidos y muchas víctimas más, directas o indirectas, de lo que hoy se conoce como "flexibilización laboral" se reconocerían en esta descripción.
En enero de 1979 pude asistir en Milán, Italia, a una memorable conferencia sobre Las sociedades posrevolucionarias, organizada por Il Manifesto. En sus debates, tanto el socialista Giorgio Ruffolo como el comunista Giuseppe Vacca definieron al marxismo como "una teoría del desarrollo capitalista". Rossana Rossanda, con razón, replicó que el marxismo no es eso, sino "una teoría de la explotación y una teoría de la alienación" y, por tanto, una teoría de la revolución. Lo registré entonces en un libro titulado Sacerdotes y burócratas (Ediciones Era, 1980).
Sigo pensando que Rossanda tenía razón, tanto más cuanto que los términos de la discusión, como estamos viendo, vuelven a presentarse una y otra vez en los tiempos que corren.