El desgaste II: para abandonar el Estado abúlico
Por muchos años, México vivió bajo la leyenda negra del estatismo y la estatolatría. En los abusos del presidencialismo político y económico que nos heredó la Revolución, se nutrieron las tesis y mitos más irracionales que haya conocido jamás una sociedad en busca ansiosa de su modernización. Hasta que el mito devino virtud, se descubrió a la sociedad civil como remedio universal y todo se volvió antiestatismo, hasta caer en la triste realidad del Estado retraído que se ha vuelto abúlico.
Esta es, hoy, la situación que guarda la sociedad democrática mexicana, por unos cuantos años orgullosa de sus victorias sobre el tradicionalismo y el atraso, sobre su aislamiento imaginado, hasta que cayó en la cuenta de que la resultante de tanto cambio fue un tradicionalismo sin coordenadas ni, bien visto, doctrina o referentes históricos. Un tradicionalismo adoptado y aderezado por una retórica importada de las revistas de divulgación del pensamiento que se soñó único, hasta que el terrible mundo de la globalidad le enseñó sus dientes del terror y la destrucción.
La renuncia a hacer política exterior fue propuesta como enseña de modernidad cosmopolita y pragmática, pero pronto mostró su vena destructiva. Hoy nos pone frente al ridículo y el bochorno, sin que alguna de sus pretendidas ventajas asome por ahí. Lo más que logramos es la sonrisa estándar de Condi y, en el mejor de los casos, la conmiseración de vecinos, antiguos aliados, amigos y ex amigos. Lo demás es crujir de dientes en embajadas y consulados, y la consternación de quienes se educaron, aquí sí, en una de las grandes y valiosas tradiciones de Estado mexicanas: la que enriquecieron Genaro Estrada, Manuel Tello, Jorge Castañeda.
No se puede ni se debe ser optimista, aunque se le califique de razonado. Lo que vivimos es una abierta crisis del Estado contra la que no han podido las ilusiones en la democracia sin adjetivos ni objetivos. Renunciamos a la capacidad organizada de intervenir en el mundo, en la economía y en los tejidos básicos de la sociedad, y la política democrática, la única creatura presumible del fin del siglo XX mexicano, deambula, mientras sus actores principales, los partidos, viven el sueño triste de los justos que nunca lo fueron.
No sabemos bien a bien por dónde empezar, y las ilusiones en una sociedad civil regeneradora vuelven por sus fueros. Sin Estado que afronte riesgos y ofrezca capacidad de conducción, los ciudadanos pierden seguridad en ellos mismos y la colectividad se presenta huérfana, mientras la política parece sonámbula y alucinada por el absurdo reflector del cambio purificador de 2006.
Hablar de purificación es ominoso, como lo es la conjugación del verbo regenerar. Lo que urge es actualizar el tema de la reforma y quitarle la grandilocuencia o el olor a chantaje con que se le ha rodeado para volverla tarea humana, terrenal, que lleva tiempo pero que es la única ruta para una comunidad tan compleja y desgarrada como se ha vuelto la nuestra. No deja de entristecer que algunas voces y manos pretendan retomar los sonidos de guerra, de clases o de grupos, de doctrinas y de creencias, en vez de tomar nota de las duras lecciones del mundo y de los maduros reclamos de una base social que no quiere abusos, pero tampoco ruido ni proclamas salvadoras, sino un Estado regido por la ley y comprometido con la equidad y el desarrollo.
El Estado necesario en esta hora de la angustia no caerá del cielo ni vendrá del exterior libre de impuestos. Tiene que ser producto doméstico, con todas las imperfecciones y faltas de armonía y elegancia de las que ya nos sabemos capaces. Pero para empezar a cantar en este asunto, parece indispensable asumir y entender primero la crisis del Estado mismo, que es la crisis de todos.
No hay autonomía estatal sin elites con ambición de conducir. Pero si algo hemos aprendido en estos tiempos apresurados, es que con elites autodesignadas, que no parecen dispuestas a pasar la prueba de ácido de la política popular, que en la democracia desemboca en las urnas y el parlamento, no se va a ningún lado, salvo a la tierra de nunca jamás. A donde han querido conducirnos.