Occidente en blanco y negro
El 7 de mayo de 1945 las tropas alemanas se rindieron, después de ocho años de una guerra que abarcó a todo el continente europeo, Rusia y las repúblicas que definían sus fronteras en Asia, China, Japón y el norte de Africa. Las tropas soviéticas habían ocupado Berlín y los aliados (Estados Unidos, Inglaterra y Francia) se hallaban en Leipzig. Si los intentos de eliminar a Hitler acometidos por el estado mayor alemán no hubieran fracasado, acaso la rendición se habría adelantado y los estragos habrían sido menos devastadores. Pero la imagen de la ira que Occidente podía ejercer contra sí mismo tenía ya un rostro y un pasado inconfundibles.
A 60 años de distancia, ¿qué lecturas arroja la conflagración que marcó -y seguirá marcando- al siglo XX como un siglo de la guerra?
La memoria es más falible que la historia. Hace ya más de una década, Erick Hobsbawm propuso interpretar a la primera y la segunda guerras mundiales no como dos conflictos separados sino como una sola catástrofe, que se inició en 1914 y concluyó en 1945, separada por un interregno. Es una interpretación probablemente correcta y terrible. Después de la carnicería que supuso la Primera Guerra Mundial, ¿cómo explicar la tenacidad del fervor destructivo que dominó a los europeos hasta 1945? La memoria de Verdún, el Somme y tantos otros campos de batalla no sirvió, entre 1918 y 1938, para apagar las heridas y los ánimos, sino que, por el contrario, los enardeció aún más.
¿Y qué decir de un fenómeno, 50 años después, como el de la guerra fratricida que acabó, en plena Europa central, con Yugoslavia en los años 90?
Aunque es dudoso, es probable que las sociedades cuenten con algo parecido a una "memoria colectiva". Pero es obvio que hay un mecanismo de compulsión a la repetición, detonable en cualquier momento, que es mucho más poderoso que esa memoria. En el caso de Occidente, ese mecanismo ha sido el de una paradoja: no la oposición entre civilización y barbarie sino su conjunción.
Hoy se acostumbra denostar al Islam por su carácter supuestamente fundamentalista, o a los latinos y los negros en Estados Unidos por una hipotética "cultura innata de la violencia", siguiendo por ejemplo a Samuel P. Huntington. Pero se olvida que los inventores del campo de concentración hablaban el mismo idioma que los artífices de la Ilustración, Kant y Hegel, entre otros, que soñaron con la posibilidad de que la ley y la convivencia rigieran alguna vez el reino humano.
En el siglo XX, las capitales de la civilización fueron al mismo tiempo las sedes principales de la barbarie, si es que se admite esta simple retórica de las antípodas. Y todavía no nos explicamos -aunque sí la negamos- esta obvia y fatal contradicción.
Tal vez sea preciso abandonar toda explicación culturalista o identitaria. Occidente patentó el exterminismo, pero no su exclusividad.
El Gulag soviético, la Revolución Cultural china, los mataderos de Pol Pot, el exterminio religioso en Irak y las actuales guerras africanas no se quedan atrás.
¿Tienen algo en común estas estaciones violentas del pasado inmediato?
La respuesta se halla acaso en otra esfera que acompaña inevitablemente a los sueños de la modernidad. Digamos al lado oscuro de esos sueños: el esencialismo, la tendencia a creer que la existencia de una cultura, una sociedad o una comunidad está basada no en la negociación con los otros sino en su supresión.
La compulsión a la repetición social. Ninguna cultura parece exenta de esta tentación. Y lo peor sería olvidarlo.