Editorial
Poder faccioso, nunca más
Fue un triunfo de la gente. Los ciudadanos que se movilizaron por decenas y centenares de miles hasta sobrepasar el millón, en la marcha del domingo pasado, en defensa de la democracia, la paz y los derechos políticos de todos, deben sentirse satisfechos por haber impuesto, en forma pacífica, civilizada y legal, una solución razonable y sensata a la polarización y la crispación en que se había sumido a la República por el empeño gubernamental de eliminar política y jurídicamente al jefe del gobierno capitalino, Andrés Manuel López Obrador, del escenario electoral del año entrante, con lo que no sólo se cometía un atropello contra el tabasqueño, sino también contra el derecho de los electores a emitir su voto por quien deseen.
Bajo la presión multitudinaria de las movilizaciones, ante los interminables enredos legales en los que derivó el desafuero del gobernante capitalino, vistas las pifias y los ridículos protagonizados por los personeros de la Procuraduría General de la República (PGR), convertida en agencia de persecución de adversarios políticos, y con el telón de fondo de la alarma de la comunidad internacional por la desestabilización política y económica que se veía venir en México, el presidente Vicente Fox rectificó ayer, en cadena nacional, y anunció la remoción apenas disfrazada de renuncia, para observar las mínimas formalidades de Rafael Macedo de la Concha, operador principal de las maquinaciones legaloides contra López Obrador; se comprometió a realizar una revisión exhaustiva del expediente penal inventado contra éste y ofreció enviar al Congreso una iniciativa de ley que garantice los derechos políticos de los ciudadanos sujetos a juicio hasta en tanto no se dicte sentencia definitiva en sus casos.
Fue un triunfo de la democracia, la sensatez, la legalidad y de la convivencia. Fue una victoria política contundente para el político tabasqueño y su causa; fue, también, un gesto de autoridad bien ejercida que debe abonarse al crédito de una Presidencia cuya tarea central es, a estas alturas, garantizar una contienda electoral justa, legal y equitativa en 2006, así como una posterior transición pacífica, armónica y estable.
Sin embargo, el prolongado desfiguro institucional que ha sido el proceso del desafuero de López Obrador, el complot en su contra armado en los círculos del poder, el faccioso manoseo de leyes y dependencias, el protagonismo adquirido en el ámbito del foxismo por personajes de la cloaca política y policial, y la orilla de abismo a la que se condujo al país sin más razón que cerrar el camino electoral a un ciudadano que propone caminos económicos, políticos y sociales distintos a los que imperan, son hechos que ponen de relieve la precariedad de nuestra vida institucional y obligan a plantearse la necesidad de reformas de fondo que el actual gobierno no pudo o no quiso llevar a cabo, que permanecen como tarea pendiente para el próximo sexenio.
En el afán de destruir al jefe de Gobierno del Distrito Federal se tejieron alianzas inconfesables entre los operadores del primer círculo del foxismo con los medios electrónicos, convertidos en caja de resonancia de un delito inexistente, y con individuos del jurásico priísta, antidemocrático y corruptor, como Carlos Salinas y Roberto Madrazo; se convirtió a la Secretaría de Gobernación en aparato de propaganda oficial tan virulenta como inverosímil; se vulneró la autonomía del Poder Judicial el presidente de la Suprema Corte de la Nación, Mariano Azuela, según confesión propia, fue citado a Los Pinos para analizar el asunto del desafuero; se obligó a la Cámara de Diputados a volver a los tiempos de los "levantadedos" por línea y consigna; se impuso como tarea obsesiva y casi única de la PGR, de por sí desgastada en la ineptitud de sus mandos, el acoso judicial al mandatario capitalino; se desprestigió la institución presidencial; se permitió que sujetos de pasado oscuro y dudosas motivaciones actuales, como Carlos Javier Vega Memije, hablaran a nombre del gobierno federal y adquirieran grotesca y desmesurada presencia mediática; se permitió o se alentó que su colega, José Luis Santiago Vasconcelos, operara no con la mesura de un funcionario, sino con la insolencia de un provocador profesional; se puso en peligro la paz social, la estabilidad de la República y el futuro de la incipiente democracia.
El costo y el daño enormes que causaron esos hechos habrían podido ahorrarse si el gobierno federal hubiese evitado desde un principio la tentación de eliminar "a la mala" a un adversario político. El reconocimiento al presidente Fox por su rectificación de ayer no es obstáculo para señalar el desgobierno, el faccionalismo y la pérdida de rumbo en que incurrieron él y su equipo a lo largo de más de un año. Tal señalamiento no obedece a un afán de escarnio, sino a la pertinencia de impulsar reformas que impidan la repe-tición de tales hechos, y a la convicción de que las intentonas antidemocráticas, lesivas y peligrosas, como la del desafuero de López Obrador, no deben ocurrir en México nunca más.