Usted está aquí: domingo 24 de abril de 2005 Cultura Colores de un torrente

Sergio Ramírez

Colores de un torrente

En el abigarrado paisaje de Londres, acercándose uno a Picadilly Circus, un anuncio de tantos erigido sobre la cornisa de un edificio recuerda: "no es racismo pedir que se regule la inmigración". No he tenido tiempo de fijarme en quién lo pide. Parece una propuesta defensiva, casi una excusa, un gesto débil como el de quien pretende detener con las manos un torrente de agua. El torrente, baja de los autobuses de dos pisos y brota de las bocas del tren subterráneo, para circular por las calles libremente, con ímpetu colorido. Súbditos de todos los antiguos dominios del imperio victoriano que se sienten como en su casa, y africanos y árabes, malasios y turcos, filipinos y, por supuesto, latinoamericanos que han recalado aquí, y que son fáciles de distinguir de las parvadas de turistas que alzan la mirada hacia monumentos y palacios, guía en mano.

A falta de una cocina inglesa que pueda valerse por sí misma, el gusto por los platos étnicos se extiende sin cesar. Esta ha sido siempre una ciudad donde el exotismo colonial se mostró sin excepción en los uniformes militares, en los moblajes y en las fachadas de los edificios, pero aquí parece haber más restaurantes hindúes que en la propia Bombay, y sobran los de comida libanesa, o tailandesa, o de otras latitudes tan remotas como Camboya o Madagascar. En la Royal Academy of Arts, una exposición sobre mil años de cultura turca atrae interminables filas de visitantes, que deben ingresar por turnos. Muchos más que la de Matisse, que se presenta en el mismo edificio,

En ninguna otra parte como en Londres puede verse tantas parejas de africanos desenfadados y compuestas inglesitas tomados de la mano, como si ya el mundo se hubiera aliviado desde hace tiempos de su vieja carga de discriminaciones raciales. Pero no debe cantarse victoria tan temprano. Si hay una prueba hoy día para la Europa que quiere ver el colonialismo como un asunto juzgado ya por la historia, es su tolerancia frente a los inmigrantes que golpean de manera incesante a sus puertas, o se cuelan por las rendijas. Algunos piensan que son demasiados, y las banderas nacionalistas que se agitan contra los que se quieren quedar, o llegan para quedarse, están teñidas casi siempre de racismo, y de incitación a la violencia contra los advenedizos.

Todos los partidos de extrema derecha en Europa, de vieja o reciente formación, esgrimen como su principal causa el alto a las migraciones. Un taxista en Madrid me rezó una letanía de cargos contra los ecuatorianos, responsables de cualquier clase de males, a quienes no quiere en su barrio, con lo que ya se ve que a los defensores de las fronteras cerradas no les faltan partidarios. Una minoría que crece a veces de manera peligrosa, como ha ocurrido con el partido de Le Pen en Francia.

"Si ustedes no hubieran estado allá, nosotros no estaríamos aquí", proclama con graciosa sabiduría un grafiti escrito en las paredes de un baño de la estación de Charing Cross. Este es, en verdad, un viaje de ida y vuelta, y de vuelta arrastra consigo toda la variedad de componentes culturales de los pueblos que se dejan venir; primero que nada la religión, y sobre todo la religión musulmana. El ingreso de Turquía a la comunidad europea es un asunto de debate diario, y el principal alegato válido en contra es el de la falta de respeto a los derechos humanos; pero por delante se tiende el velo sutil de la religión, como que sería el primer país de confesión musulmana integrado a la Europa cristiana.

Pero que la cultura musulmana es parte esencial de la cultura europea desde hace siglos, parece ser un buen alegato. Y hoy, las migraciones masivas de musulmanes a Europa, no sólo desde los países árabes, pues muchos países asiáticos y africanos viven en esa cultura, han creado un nuevo repunte. Los marroquíes no cesan de atravesar la estrecha franja del mar Mediterráneo que los separa de España, hacinados en frágiles embarcaciones que a menudo zozobran. En Francia hay una ley, difícil de aplicar, que prohíbe a las niñas musulmanas cubrirse la cabeza con el chador en las escuelas. Difícil, porque sólo en Marsella 20 por ciento de la población es argelina.

Muchos fanáticos del futbol que quieren ver nacionalizados a los extranjeros para que puedan jugar en sus selecciones nacionales, porque son estrellas, no se resignan todavía a tenerlos como vecinos. Como mi taxista de Madrid. Pero la ola seguirá creciendo de todas maneras. Todos los pues- tos de porteros de los edificios de apartamentos en Londres, por lo que uno puede ver, están ocupados por nigerianos; pero también los mejores puestos de la industria de la computación, matemáticos de primera línea e ingenieros electrónicos, están ocupados por hindúes. En Holanda, en Suecia, hay ya africanos y asiáticos sentados en los parlamentos. Y en las vitrinas de las librerías del Strand, entre los que mejor brillan como escritores de habla inglesa, están los de las antiguas colonias.

Toda una encrucijada. Mientras los índices de población siguen decreciendo en Europa, las inmigraciones crecen. A este paso, a finales de este siglo habría ya una mixtura suficiente como para haber cambiado el paisaje racial, que será sin duda más colorido y más atractivo, y si acaso, menos circunspecto. Dios, Alá y Buda mediante.

Londres, abril 2005.

www.sergioramirez.com

 
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